A
la tarde, apenas llegó a la finca de La Dádiva, León, el mastín, salió a su
encuentro ladrando amenazador. Sólo cuando estuvo a cuatro o cinco metros le
identificó, cesó de ladrarle y caminando hacia él, confiado ya, movió
amistosamente la cola. Acarició al perro, igual que le había acariciado por la
mañana, y éste se pegó a él y le siguió por entre las naves y la casa de la
finca.
Al
parecer no había nadie. Así que, sin más, se adentró en los terrenos del coto
siguiendo los pasos que la mano de cazadores había dado por la mañana, hacía
sólo unas horas. Naturalmente iba sin escopeta pero confiado en encontrar
alguna de las piezas que los cazadores ni se habían molestado en buscar.
Sabía
que, pasado el tiempo, iba a ser difícil, pero le dolía que aquella caza se
quedase en el campo sólo por desidia. En cuanto se alejó trescientos o
cuatrocientos metros de las naves comenzó a ver algún bando de perdices apeonar
presuroso, trasponiendo a la vista, evitando así el arrancarse a volar.
La
primera había sido una perdiz que entre la mano salió hacia atrás. Laureano, que
iba por el alto de una teso de esparceta, se giró y se encaró la escopeta. A él
le pareció que tardaba demasiado en disparar. Cuando lo hizo, la perdiz hizo
ese movimiento casi imperceptible, como un ligero encogimiento, que a él le era
tan familiar. Laureano la miró dos segundos pero, viendo que volaba con fuerza,
volvió la vista al frente. Sin embargo él siguió mirando. Como a quinientos
metros hizo la torre. Le avisó a Laureano pero éste dijo que siguiera la mano,
que por una perdiz no se paraba. Tomó dos referencias, como hacía siempre, y
continuó.
Le
extrañó también que fueran tan pendientes de las perdices que no vieran las
cinco liebres que les salieron o que, si las habían visto, no les tirasen.
Las
otras tres eran perdices que cayeron, dos de ellas desaladas y otra en un
barranco profundo junto a una terrera con el fondo lleno de maleza. En su mapa
mental llevaba anotado cada sitio. Sabía que iba a ser difícil, sobre todo con
las dos de ala, pero tal vez la del barranco pudiera cobrarla si había caído
muerta. No había contado con la ayuda inesperada del mastín que, aunque no les
había acompañado en la caza, ahora sí le acompañaba a él en la búsqueda. Y al
fin y al cabo, aunque no fuera cazador, era un perro.
Recordó
cómo al llegar a los confines de la finca, donde ya lindaba con el término de
Santa Colomba, pararon a echar un cigarro y a tomar un trago de la bota. Les
dijo que se había quedado con los puntos de donde hizo la torre la perdiz y también
de donde habían caído las otras dos de ala. Ellos se sonrieron y le dijeron que
no se preocupase por tal cosa. También les preguntó que por qué no llevaban
perro y ellos dijeron que un perro era un incordio, que había que atenderle y
darle de comer, enseñarle, controlarle para que no se adelantara y que, en
aquella finca, no era necesario un perro para matar en un rato media docena de
perdices. Al preguntarles por las liebres, se rieron y le dijeron, sin ningún
empacho, que no les habían tirado por no cargar con ellas.
Según
estaban hablando, tras un gran espino al pie de una ladera, se oyeron dos tiros
cercanos y tres perdices bajaron de pico y casi a plomo desde lo alto. Julián
Bracamonte le quitó el seguro a la escopeta y, con una habilidad sorprendente
para el invitado, dejó dos de las tres perdices muertas en el aire las cuales,
por la inercia, cayeron a más de ochenta metros de donde estaban. Licinio no
disparó a la tercera de frente, la dejó pasar tranquilamente y la abatió cuando
se alejaba. Gaudeano y su hermano ni siquiera hicieron intención de disparar y
felicitaron a los otros dos según iban a cobrarlas. El invitado se quedó con la
boca abierta pues hubiera apostado que se tragaban las perdices. Al ver la
desenvoltura de Julián y Licinio con los pájaros de pico, se dio cuenta de que
aquella gente eran cazadores acostumbrados a tirar en ojeo.
Hicieron
recuento. Entre los cinco llevaban veintinueve perdices y dos liebres que había
matado, estas últimas, el invitado, claro.
Pensaba
que aquel día iba a ser memorable pero se quedó de piedra cuando dijeron que
volverían a la casa por derecho y que por ese día ya estaba bien. Luego cuando
les vio buscar el camino de tierra y emprender la vuelta juntos, de
conversación, con las escopetas al hombro, se quedó de una pieza. Apenas habían
cazado tres horas. Ni siquiera iban a volver atravesando los barbechos donde
las perdices, voladas de los altos, se habían echado y estaban amagadas entre
los terrones.
No
era la una y media y ya estaban tomando cañas en el mismo bar donde
desayunaron.
Así
que aquella tarde el invitado, que no había parado de recordar las piezas no
cobradas, apenas comió, cogió su cochecillo y se volvió a la finca de La Dádiva
y se puso a buscar las cuatro perdices que se habían dejado.
Encontrar
la que hizo la torre fue coser y cantar. Tomadas las referencias la encontró
enseguida, si bien un poco más cerca de lo que él esperaba. Sabía que las
perdices que hacen la torre se quedan donde cayeron pues, tras ascender
verticalmente de modo sorprendente para el profano, se quedan muertas en el
aire. Dejó que el perro la cogiera y luego le acarició y le sopló en la nariz
para que se la soltara en la mano.
Para
bajar a por la que cayó en el barranco se lo pensó un rato porque le parecía
que, si no la encontraba, iba a ser un gran esfuerzo el bajar y más el subir
por aquella inclinación tan pronunciada. Finalmente bajó. El mastín esperó
arriba pues, por su peso, le asustó la pendiente del abrupto barranco.
Afortunadamente el fondo, aunque tapado por juncos y ramas, era un lecho de
arena seca. Allí, en lo más profundo, estaba tiesa la perdiz.
Andaba
buscando una de las de ala cuando un tractor, atravesando por la finca, vino
hacia él. Era Luis, el encargado, que antes de salir esa mañana les había saludado
en la casa. Al reconocerle le preguntó sorprendido qué estaba haciendo. Se lo
explicó. El encargado le dijo que no le extrañaba, que los dueños y sus
amistades eran gente que no apreciaba lo que tenían porque lo habían tenido
desde siempre y eso había sido así, en aquella familia, desde generaciones.
Notó,
por su amplia sonrisa mientras le explicaba, que al encargado le había caído
bien. No encontró las de ala pero al menos se repartió, a medias, las cuatro
piezas con el campo.
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