No
era un experto en relaciones públicas pero, aún no siéndolo, cada vez le quedó
más claro que, si no hubiera sido por Gaudeano, aquellos otros tres jamás le
habrían invitado y, menos todavía, permitido que se codeara con ellos. Así que
no era de Gaudeano de quien tenía que ganarse los favores sino de Laureano y
los otros. Dicho de otro modo, tenía que halagar a quienes no le querían, en
lugar de, como sería lógico, corresponder a su benefactor. Y, dándose cuenta de
la contradicción, volvió a su cabeza aquel viejo refrán, casi tan viejo como la
lengua castellana: “Manos besarás que quisieras ver cortadas”. Y se dio cuenta
entonces de la verdad que contenía.
Viendo
que, con tal de cazar en La Dádiva, tragaba con todo, le fueron convirtiendo
gradualmente en el chico de los recados. Era cada vez más normal, para aquellos
señores acostumbrados a dirigir empresas, que le dieran instrucciones tan
específicas y directas como éstas:
-
Ya sabes, como
siempre, subes arriba del todo y llevas la mano alta un poco atrasada, pero
despacio, metiendo ruido y dándote a ver. No olvides el ir despacio, dándoles
tiempo a las perdices a que se vayan descolgando, chorreadas, ladera abajo.
Ellos
avanzaban lentamente en diagonal, repartidos a lo largo de la cuesta y
colocados siguiendo la querencia de los pájaros, y esperaban a que éstos,
levantados por el de los mandados, pasaran hacia abajo siguiendo la línea de
sus escopetas.
Otras
veces le decían:
-
Métete tú por los
terrones y mira a ver si las vuelas hacia los olivos, por entre los que iremos
nosotros más tapados.
Los
terrones solían estar, en otoño, bastante encharcados y caminar por ellos era
penoso por ir continuamente anclado al terreno, casi clavando un palmo de cada
pierna en él, a cada paso que se daba. Sin embargo, las perdices, espantadas
por su presencia y con poco escondite en los terrones, volaban con presteza
fuera. Ellos, cubiertos entre los olivos, y sobre terreno firme, las veían
metérseles encima sin tener que sudar como caballos atascándose por aquellos
lodazales.
Algunas
veces le mandaban subir a los cerros:
-
Nosotros nos
quedaremos aquí, abiertos en abanico, como de puesto. Tú entra al cerro,
tomándole el giro de lejos y dale la vuelta despacio a ver si nos las metes
encima. ¡Ah, y procura dar voces y descararte mucho, no se te vuelvan hacia
atrás!
Y
así, sin disimulos, le mandaban ya de ojeador abiertamente y, encima, dando
voces. Bien sabía las pocas oportunidades que tenía de disparar él.
Le
mandaban también a rebañar las lindes:
-
Tú coge la mano
de la linde, por si acaso, y procura por todos los medios que no se salgan al
coto de al lado.
Aquellos
“por si acaso” eran de lo más hirientes, pues significaban, ya de antemano, que
no se esperaba que perdiz alguna volara hacia él.
De
este modo lo tuvo siempre claro. Se había convertido en algo así como un
esbirro a las órdenes de aquellos tres porque, Gaudeano, aunque era bueno, no
era tonto y, en cualquier caso, allí estaban aquéllos para impedirle que lo
fuera.
El
advenedizo era un auxiliar, un chico para todo. Sin embargo, tanto se divertía,
con tanta fuerza le tiraba aquella pasión ciega por la caza, que nada le
pesaban los ninguneos y los abusos, cada vez mayores, de aquellos hacendados.
Sin
embargo, como, además de la afición, en la vida cuenta mucho la práctica, a fuerza
de tirar a perdices casi siempre largas, cogió práctica en ello y llegó a
quedarse con perdices verdaderamente difíciles. A ello le ayudó un cambio de
escopeta. No comentó el cambio, ni sus compañeros, tan pendientes como estaban
de sí mismos, se percataron. Dejó su escopeta a un amigo y, ese amigo, le
dejaba a él una escopeta paralela de Victor Sarasqueta padre, algo antigua y
pesada, pero muy bien equilibrada, con unos cañones extra largos y el máximo de
choque en ellos. Una escopeta que su amigo se compró, por el prestigio de la
marca, pero que nunca le fue de utilidad por lo poco que abría en las
distancias normales. A él, como enseguida tuvo ocasión de comprobar, le vino de
maravilla para poder abatir alguna perdiz, en la misión que los señoritos le
encomendaban cada domingo. Como lo normal era ver las perdices pero, casi
siempre, fuera de tiro o al límite, aquella escopeta que plomeaba tan bien y se
encaraba tan rápido le vino que ni pintada. Por añadidura comenzó a usar plomo
de quinta, bastante más grueso que el habitual, de séptima, en su meta de matar
perdices largas. Eso tampoco lo comentó con los señoritos pues, seguramente,
les habría parecido poco deportivo y se lo habrían recriminado. Así se evitó
los comentarios.
A
los demás, tan encima les metía los pájaros, que llegaron a tirar con cañones
cilíndricos o del mínimo choque para abatirlos con más facilidad. Él lo supo
porque les gustaba alardear de sus escopetas Purdey, como ya se dijo, con dos
juegos de cañones y para cuyo pedido, contaban, había que esperar más de seis
meses, por ser armas hechas por manos artesanas y que ninguna de ellas era igual
a otra.
Ese
fue, sin embargo, el comienzo de su caída en desgracia. A aquellos tres
señores, aquellos tiros impensables, aunque inicialmente alabados como
excepcionales, cuando empezaron a ser frecuentes y, no digamos, cuando se
hicieron habituales, les llegaron a descomponer sin que pudieran disimularlo.
Así
que, como a veces se dice, se puede morir de éxito. El advenedizo comenzó a
hacerlo tan bien, tirando a las perdices largas, que el trío dirigente empezó a
presionar, cada vez más fuertemente a Gaudeano, para que dejara de invitarle a
la finca.
Fue
aquel último domingo, antes de Navidades. Tomaron las cañas de después de la
caza y Laureano, Licinio y Julián se marcharon. El advenedizo y Gaudeano se
quedaron tomando la espuela.
Gaudeano,
tras dos temporadas cazando e invitándole, le veía tan engolosinado que le daba
pena no quedar ya con él para el siguiente desvede. Por otro lado, no podía resistir
por más tiempo las presiones de los otros y, fundamentalmente, las de su
hermano. Por eso, ese último domingo antes de aquellas Navidades, en las que
ellos ya dejaban de cazar en La Dádiva, cuando se quedaron solos, le dijo:
-
¿Dónde vas a
cazar estas fiestas?
-
Pues dónde va a
ser, en lo libre, como siempre.
-
Es que la
temporada que viene vamos a cazar muy poco en la finca, para que se repueble
–pretextó- y seguramente no saldremos más que algún que otro domingo mi hermano
Laureano y yo –mintió-, así que si te apetece venirte un par de días por la
finca estas Navidades, tú solo, a pegar cuatro tiros…
El
advenedizo comprendió que, al fin, las presiones de los otros tres sobre
Gaudeano habían hecho mella en él. Lo entendió. Milagro había sido que aquello
hubiera durado dos temporadas. Además, el buen Gaudeano, quiso darle un par de
días extra y en solitario para que se despidiera de la finca. Era más de lo que
había esperado y mucho más de lo que había imaginado aquel día de pesca en que
se lo presentaron dos veranos atrás. Pero, claro, no podía ser. Aunque hubiera seguido
yendo los jueves a cazar a lo libre como siempre, para que no se le olvidase lo
que era la caza normal, había cazado como un señorito los domingos de dos
temporadas. Nunca lo hubiese soñado.
El
advenedizo, fingiendo que no había acusado el golpe, le agradeció sinceramente
a Gaudeano el par de días extra. Y Gaudeano, dando el mal trago por pasado, le
dijo que avisase a Luis, el encargado de la finca los días que fuera, para que
éste no se alarmase por los tiros.
El
advenedizo consideró aquellos dos días de caza en solitario como una especie de
indemnización por los servicios prestados pero, sobre todo, como una despedida.
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