Gaudeano
era un hombre bueno. Pertenecía al tipo de hombre bueno del que sus allegados
apostillan: “Es bueno, pero no tonto”. Y lo decían para que le quedara claro al
que escuchara que allí andaban ellos, al acecho, para impedirle al aludido
precisamente eso: ser bueno.
El
invitado nunca supo por qué le cayó bien a Gaudeano. El caso fue que le volvió
a invitar a la finca de La Dádiva en numerosas ocasiones. ¿Le sentiría más
próximo, en asuntos de caza, que a su hermano Laureano y a sus socios? ¿Le
gustaría verle satisfacer una afición tan alocada? ¿Le llevaría su acendrada
religiosidad a poner a un joven escopetero sin recursos en su coto?... El
invitado no hubiera sabido explicarlo.
Aquello
había traspasado los límites de un compromiso casual para convertirse en una
costumbre. El invitado pasó a ser habitual en aquella cuadrilla que, con su
presencia, se hizo un quinteto.
El
programa siempre era similar. Sólo se cazaba las mañanas de los domingos. Una
vez santificado el día del Señor con la misa de ocho, confortados los estómagos
con el desayuno y templados los ánimos con la copita matinal, enfilaban por fin
hacia la finca. La caza no comenzaba antes de las diez y terminaba no después
de las dos. Unas rondas de cañas, con los comentarios de las incidencias del
día, clausuraban siempre la jornada. Todo trascurría con un protocolo cómodo y
calmado pero con exactitud casi militar.
Había
veces, no muchas, que no venían Laureano y sus socios y, esos domingos, le
parecía al invitado que Gaudeano tenía con él más simpatía y un trato mucho más
sencillo y cercano que cuando acudía el resto de la mano. También, algunas
veces, Gaudeano se encontraba con algún conocido en el bar donde desayunaban.
Era, de ordinario, algún hombre mayor de los que cazaban en lo libre. Gaudeano,
sin más, invitaba ese día rumbosamente al viejo a cazar con ellos dos.
Recordaba el invitado la cara que se les ponía a aquellos hombres que, por la
edad, conocían de sobra la finca y el buen rato de caza que les esperaba. Lo
dicho: Gaudeano era un hombre bueno. Por sus hechos los conoceréis. Se ha dicho
siempre.
El
invitado, ya un habitual, se seguía sintiendo invitado pese a todo porque, en
el fondo, aquella gente no le consideraba de los suyos y él tenía la total
seguridad de no llegar a serlo nunca y, curiosamente, la de no desearlo. Por un
lado, era muy remota la posibilidad de que llegara a ser alguna vez lo
suficientemente rico y, por otro, era más remota aún la de que, aún siéndolo,
quisiera convertirse en lo que ellos a él le parecían. Incluso a la riqueza y a
la posición, si alguna vez llegase, el invitado sería, siempre y visceralmente,
un advenedizo. Improntas que se llevan con uno, como la nariz que te toca o las
orejas.
Acostumbrado
a cazar en lo libre, aquella finca era un paraíso de la caza, un regalo divino
de la diosa Diana Cazadora. Y ya no le importaba tener que ir a misa, ni
esperar a la conclusión del desayuno, ni sonreír tomando la copita con fingida
parsimonia, ni seguirles sus conversaciones de altura a Laureano, Licinio y
Julián, ni condescender con sumisa mansedumbre a lo que soltaran por sus bocas.
Nada le importaba estarse doctorando en aquella adulación jabonosa y, lo que es
más, habría hecho hasta un triduo, una novena o una peregrinación a Fátima,
Lourdes, Roma o Tierra Santa, si al religioso de Gaudeano se le hubiera puesto
por montera que le sirviera en ella de ayudante. Se prometió a sí mismo
avenirse a todo, con tal de seguir cazando en aquel auténtico coto de
ministros. A tal punto llegó, de perder la vergüenza, con tal de cazar en la
bendita finca. Hay que ver lo que arrastran las pasiones.
Y
aquella pasión ciega no les pasó desapercibida a Laureano y a sus socios y,
como eran hombres experimentados en aprovechar las debilidades de los otros,
obsequiaban al advenedizo con las manos más duras que, a la par, solían ser las
que se prestaban más a ojear la caza que a tirarla, de modo que fueran ellos
quienes abatieran las perdices que aquél levantara.
El
advenedizo, invitado siempre por Gaudeano y consciente de su condición de tal
ante los otros, se aprovechaba también de la condición que ellos tenían desde
la misma cuna, de la de señoritos, la de cazadores cómodos, la de ser casi cazadores
de caminos. Y consciente de sus intenciones, al darle las peores manos de
continuo, procuraba desempeñar lo mejor posible su misión y, enseguida,
desarrolló una gran habilidad en ello. De ese modo, a los otros miembros de la
mano, solían bajarles chorreadas gran cantidad de perdices a tiro de sus
pulidas escopetas inglesas y así, bajo su criterio de dueños y señores,
rentabilizaban la asistencia de aquel advenedizo, flor de terreno libre, a sus
aristocráticas manos de perdiz en La Dádiva. Cosas de señoritos, acostumbrados
a sacar de todo provecho.
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