El paraje de Navalzarzal era, por entonces, una mancha
de monte espeso con siembras diseminadas tan al azar como las manchas blancas
en la piel negra de una vaca suiza. Estaba rodeado por otros lugares, fincas
bien delimitadas pero igual de irregulares, con nombres tan sugerentes como:
los Navajuelos, la Nava, Corrales Nuevos, Tres Mojones, Haza la Grama…
Navalzarzal era una finca llana bordeada por
barrancos. En sus tiempos de esplendor tuvo una casa con una parte noble, bien
amueblada y con habitaciones decoradas primorosamente, y otra parte rural y
sobria para los guardas. La finca en sí era un enclave relativamente pequeño,
de 360 hectáreas, en una propiedad muy grande, de unas 15.200 hectáreas de por junto, propiedad de los descendientes del
conde. La casa se distinguía muy bien, no sólo por estar situada en un pequeño
promontorio del terreno, sino por tener a su lado un ciprés alto y afilado que,
en la distancia, destacaba. Al decir de unos era aquel árbol un símbolo antiguo
y noble de hospitalidad; al decir de otros, un aviso del poder que,
sobresaliendo de la vegetación autóctona en la lejanía, disuadía a extraños de
acercarse.
Los descendientes del conde, además de atesorar
títulos nobiliarios, reunían fincas y enclaves y parajes en un sinfín de propiedades
que algunos ni siquiera conocían más que por su ubicación aproximada, y
también, claro, por lo que les rentaban al final de cada cosecha cuando los
encargados y arrendatarios les rendían cuentas. Y, casi todos, lo único que
reconocían de sus tierras era la parte que les ojeaban cuando iban de cacería
con sus amistades y ocupaban las distintas casas, auténticos palacetes muchas
de ellas, que el servicio, por entonces abundante, les tenía limpias y
preparadas para la ocasión.
Pasaron los años. Hice amistad con Rafa. Él, aunque
pocos años mayor que yo y casado, inmediatamente congenió conmigo y, a ambos,
nos unió de inmediato nuestra pasión por la caza y la similitud de nuestros
criterios y fuerzas en el ejercicio de la misma. Cazamos juntos en algunos
parajes de la sierra y, visto nuestro entendimiento, al llegar las primeras
Navidades, Rafa me dijo:
-
¿Dónde vas a
cazar estos días?
-
En lo libre.
-
Si quieres,
puedes venirte conmigo a lo de la marquesa.
Aquello de lo de la marquesa, de inmediato, me recordó
al Colás. Pero nada dije y quedé con Rafa en la capital para ir de caza donde
quiera que fuera y, por supuesto, si era a un coto, mejor.
El primer día que quedamos fuimos a recoger a su
perro, el Tom, a una casa abandonada que en el centro tenía la familia de Rafa,
medio apalabrada para su venta. Ocasionalmente, y puesto que sin duda sería
derruida, mi amigo la utilizaba de perrera.
Acomodado el perro en el maletero de su coche, Rafa,
sin mediar palabra, enfiló hacia los Cuatro Caminos y luego hacia el Sotillo.
-
¿Dónde vamos?
-
Ya lo verás.
Cuando se desvió de la carretera, tomando la galiana a
la derecha, me inquieté.
-
¿Seguro que te
han invitado a cazar por aquí?
-
Tú qué sabes la
confianza que tengo yo con la marquesa. Pero, no te impacientes, que aún nos falta
un buen trecho.
Yo veía pasar los cuarteles del monte y notaba que por
aquellos caminos mi amigo se desenvolvía con soltura. Poco a poco me fui
relajando y me dije: mira por donde voy a terminar catando los terrenos más
apreciados del Colás.
En un paraje perdido, en lo más intrincado del monte,
Rafa detuvo el coche, salió, soltó al Tom y se equipó de chaleco, canana y
escopeta con la mayor indiferencia y soltura del mundo y yo, viéndole, hice lo
propio. Al parecer habíamos llegado.
Aquel día estaba grisáceo de neblina y la visibilidad
no era nada buena pero, según mi amigo, no había cuidado con eso por aquellos
parajes, porque la marquesa no invitaba a nadie en aquellas fechas hogareñas,
salvo a su distinguida persona.
Apenas nos internamos en la primera vaguada suave, la
caza comenzó a salir como surgiendo de la tierra. Liebres, conejos y perdices
hacían de nuestro avance un paseo triunfal con presas frecuentes. Pasado el
medio día lo dejamos, regresando a casa con ocho piezas cada uno.
Los cuatro días siguientes repetimos, con más o menos
la misma suerte, en similares parajes al primero. La climatología permaneció
igual y nosotros, cada vez más relajados y ya acostumbrados a aquella
abundancia, tirábamos cada vez mejor, pues el asunto no nos parecía flor de un
día que hubiéramos de aprovechar con el ansia con que uno se agarra a la
fortuna pasajera.
Fue el sexto día cuando se presentó el anticiclón de
invierno, levantaron las brumas y, desvanecido el manto protector y muelle de
las nieblas, lució un sol que permitía divisar grandes distancias en la
atmósfera luminosa y diáfana.
Rafa iba a media ladera y yo en la parte alta, cuando
vi venir, a menos de quinientos metros, a un guarda jurado con su ancha banda
de cuero, con su plancha ovalada y brillante, su traje verdoso de pana, su
sombrero con cinta verde y su tercerola, a nuestro encuentro. Ni me molesté ni
me alarmé por su presencia. Así que nos juntamos el guarda y yo porque,
obviamente, a mí venía.
-
¿Qué hacen
ustedes aquí?
-
Estamos
invitados. Mi amigo tiene amistad con la marquesa. Él le dará razón.
Como viera en la cara del guarda la extrañeza, grité a
Rafa para que subiera. Éste subió enseguida y, al toparse con el guarda, sacó
el paquete de tabaco, le ofreció un cigarrillo y le dijo, como si le conociera
de toda la vida:
-
¿Qué pasa,
Pedrolas, cómo te va, hombre?
-
Pero, ¿quién es
usted?
-
Pero, hombre, no
me jodas, ¿ya no te acuerdas de mí?
-
Pues, no.
-
¿No recuerdas,
hace un par de años, que estuvimos por aquí el capitán Porras, el brigada
Casimiro, el teniente Ponce de la Guardia Civil y yo mismo, matando unos
conejos?
-
Sí. Ahora que lo
dice, ya caigo.
-
Pues nada, que,
como nos dijeron ustedes: ya saben donde tienen el coto, vengan ustedes por
aquí cuando quieran. Pues, casualmente, venía hoy de Madrid con este amigo y me
he dicho: vamos a matar un par de conejos, que conozco un sitio de confianza.
-
Hombre, pero
debieran ustedes haber avisado. Además, los conejos están en aquella mancha y
veo que llevan ustedes una buena percha de perdices.
-
Pues es verdad,
pero ya sabes lo que pasa, Pedrolas. Que nos han salido las perdices y no hemos
podido resistirnos. Teníamos verdadera ansia por tirar un tiro.
-
Un tiro dice
–dijo el guarda mirando las perchas-. Además estos días de niebla he oído
también tiros y estoy amoscado porque luego los hijos de la marquesa me culpan
a mí de que escaseen las perdices.
-
¿Cómo? Pero, ¿qué
me dices, Pedrolas? ¿Es posible que ni estos cotos de toda la vida respeten ya
los furtivos? Pero, ¿cómo no nos ha avisado? Hubiera venido de inmediato una pareja.
-
Bueno, mire, sea
como sea. Vuélvanse ustedes a la mancha aquella y déjenme quietas las perdices.
Maten un conejo o dos y déjenlo, por favor.
-
Pero, hombre, no
faltaba más. Ahora mismo nos volvemos. Es más, en cuanto matemos un par de
conejos nos vamos. Lo último que quisiéramos sería comprometerte. Dale
recuerdos a la señora marquesa y la próxima vez avisaremos que, lo reconozco,
ha sido un abuso de confianza por nuestra parte. Discúlpanos, Pedrolas. No
volverá a ocurrir.
-
Bueno, pero
vuelvan ustedes a la mancha y déjenlo pronto. Háganme el favor.
-
Ahora mismo,
Pedrolas. No faltaba más. Venga, hasta otra. Y a seguir bien.
Mi amigo dio la vuelta y, mientras yo me hacía cruces,
él bajaba tan resuelto la ladera, como si tal cosa. Yo le seguía callado, avergonzado
y con un miedo pesado y denso que me había sobrevenido de repente. No podía
creerlo. Pero estaba pasando.
Cuando llegamos al fondo del barranco, aún no me
atrevía a hablar, por no delatarnos, si mis palabras, por el eco, llegaban a
oídos del guarda. Éste, que se había alejado siguiendo la mano de perdices que
llevábamos, las voló doscientos metros más adelante. Una viró hacia atrás y
vino derecha hacia nosotros. Yo, respetuosamente anonadado por la conversación
que acababa de escuchar, miré la trayectoria que traía sin intención siquiera
de moverme y, mientras la miraba, sonó a mi lado un escopetazo, la perdiz se
hizo un ovillo en el aire y cayó como un taco a pocos metros de nosotros.
-
¡Bah, total, por
una más! – dijo Rafa.
De inmediato comprendí que se tarda en conocer a las
personas y que yo aquella mañana, en un momento, había profundizado más en el
conocimiento de mi amigo de lo que otras personas pudieran haberlo hecho en
años.
De vuelta a la ciudad, al llegar a la casa ruinosa a
dejar al perro, un viejo, antiguo vecino, saludó a Rafa.
-
¡Andá, Rafa, tú
por aquí!
-
¿Qué pasa,
Florencio, qué te cuentas?
-
¡Cómo me acuerdo
de ti, Rafa! ¡Hay que joderse lo malo que eras de pequeño! Que tu padre, el
brigada, pa dominarte, tenía que amenazarte con el astil de un pico.
-
¡Vete a tomar por
culo, gilipollas!