miércoles, 14 de marzo de 2012

La cuadrilla


Moisés el Tanis, Anselmo el Cuquín, José María el Secretario y Lorenzo el Tajadilla, eran una cuadrilla de las de toda la vida, asiduos de muchos años a la caza en mano. En aquel entonces no hacía falta coto para cazar. Había terreno libre en todas partes y la caza, al contrario que hoy, era abundante. Era necesario, eso sí, que alguno tuviera coche y eso, al contrario que hoy, era entonces cosa rara. Coches escasos, caza abundante. Hoy el binomio se ha invertido. El que tenga ojos que vea. Con poquito, si no es ciego.
Con el tiempo Moisés tuvo un seiscientos y Anselmo un dos caballos. Así que, domingo en uno y domingo en otro, la cuadrilla, pagando la gasolina a medias, recorría los términos libres de la provincia disfrutando de su pasión más anhelada, la caza menor. A la caída de la tarde se asaban unos chorizos en cuatro brasas y compartían las tarteras que las mujeres les habían preparado. Los más viejos hacían lotes similares con las piezas cazadas, tantos lotes como cazadores eran, y el más joven, de espaldas al grupo, iba diciendo para quien era el lote que el más viejo señalaba. Un día les tocaba una liebre o un par de perdices o un conejo y una perdiz… y así trascurrían los domingos del otoño y del invierno.
Poco a poco los términos libres fueron escaseando y la cuadrilla apenas tenía donde ir. Paulatinamente uno pudo hacerse socio del coto que se había hecho en su pueblo, libre hasta entonces; otro, del coto del pueblo de la mujer; otro siguió frecuentando sólo lo poco libre que quedaba… En definitiva, no se sabe muy bien cuando fue el último domingo que salieron, pero la cuadrilla se deshizo y jamás volvió a juntarse. Puede que cada uno hubiera conseguido un cazadero, en última instancia, pero el tiempo de compartirlo con el resto había pasado. Ya no era posible. Había desaparecido un tipo de asociación, una más, muy típica hasta entonces y, yo diría, que hasta una vieja forma de amistad.

Campo castellano


De vez en cuando siento nostalgia de cuando era cazador. Entonces, además de salir al campo sin la pasión de entonces, me paseo por los relatos de Delibes, que es como deambular por un espacio anónimo donde todavía a cada cosa se le llamaba por su nombre.
Pero mi nostalgia no es por la caza, es, como siempre suele serlo la nostalgia, por otros tiempos, otro tipo de vida, otra relación entre animales y hombres y de éstos entre sí. Supone, esa añoranza, una constatación de lo que en unas décadas ha cambiado lo que viví y sentí.
Leo encantado esas palabras que ya nadie usa. E, igual que en el campo salta la rabona por sorpresa, también éstas aparecen dando precisión a los lugares, haciendo que el que lee se ubique y hasta vea nítidamente el sitio de cada episodio. Episodios que, los románticos, los apasionados y algunos cursis, gustan de llamar lances, como si fueran cosas de epopeya, siendo que fueron solamente hechos particulares, casi íntimos.
Los abrigaños, los aguazares, los alcores y los tesos, las vaguadas, los caballones, las escorrentías, las espuendas, las hazas, los lavajos, los lucios, los marjales, las mohedas, los navazos, los pegujales, las pobedas, los rispiones, el sardón, el arcabuco y las laderas y cotarros me dejan en el sitio justo donde el escritor quiso llevarme. La precisión de ese lenguaje me traslada, en un sueño, a lugares que sólo existen ya, tal como fueron, en la memoria y en la escritura, que es una variante más de la memoria.
Las atochas, las aulagas, los bacillares, las fustas, los majuelos, las estepas, los carrizales, las junqueras, las choperas, las pinedas, los marojales y las cambroneras me dicen de la flora, llevándome un paso más allá de las zarzas que todos conocemos por eso, por la ampulosa denominación del nombre.
Las becadas, las gangas, las picazas, la ortega, la quincineta, el sirgo, el sisón, la torcaz, la zurita, el azulón, me sacan de las aves de siempre, renombradas para llenar de precisión a la palabra pájaro.
Y, junto con Delibes, a quien nunca conocí, vienen a mi memoria los episodios vividos con aquellos amigos de cuando entonces, aquéllos cuyo recuerdo, como la literatura, me traslada, en un bonito sueño, a otra idea de la caza, de la amistad y de la vida. Y así, escribiendo sobre aquellas cosas, vuelvo a vivir, con ilusiones viejas, aquellos tiempos de lo libre y lo acotado, de lo común y de la propiedad privada, de cuando, en nuestra ignorancia, pensábamos que la caza era libre en campo libre y que nadie podía arrogarse propiedad sobre ella. Y creíamos, con la pureza del que no conoce nada de la historia y de todos los derechos que ésta trae consigo, que la caza no podía ser llamada caza si se concebía de otro modo. Pero, como leyes van do quieren reyes, la realidad nos fue desengañando. Y aprendimos que la libertad sólo es un sueño por más que se predique.
Así que en mis relatos disfruto, porque voy saludando a vivos y difuntos, como si pudiera celebrar, cuando escribo, mi día particular de Todos los Santos. Y me cruzo, a veces, por el cerro La Pajera con Lorenzo El Tajadilla, o por La Torre del Burgo con Moisés y Anselmo, o con el Colás por un ciento de sitios, o con el inefable Rafa por parajes tan variados como a horas tan distintas y, muchas veces, tan inapropiadas, con José Luis, el que volvió a nacer un día de desvede en Jodra, con Vicente Pastor que, siendo un hombre íntegro y un cazador serio, supo regalarme tanta paciencia, con Dionisio El Confitero, cazador viejo, que me legó su experiencia, con Gonzalo que me llevó a sus cotos a cambio de nada y con otros cuyos nombres nunca llegué a saber pero cuyas facciones me acompañan… y, cansado de patear el campo desvaído del recuerdo, a todos ellos les regalo el tributo de mi memoria, mi admiración y mi cariño, y tengo que dar las gracias a cada uno en particular por cosas muy distintas, pero todas buenas.

Casa Valentín - Bar Jalón


Me senté en un mojón de la vieja Nacional II. Miré la casa durante un buen rato. Nada me distrajo porque ya la carretera nacional, hecha autovía, no pasaba por allí, sino más arriba. Ahora pasaba por encima del nacimiento del Jalón, destrozando con una ancha y gruesa cicatriz aquella hermosa ladera que había conocido.
Me vino bien el silencio del lugar. Enseguida eché de menos los viejos letreros de la casa que decían: Casa Valentín–Bar Jalón. El letrero de la carretera estaba donde siempre, señalando Esteras de Medinaceli y Benamira.
Recordé a María Luisa en la cocina y a Valentín en la barra, ambos atendiendo solícitos a los clientes; aún quise sentir el olor de las chuletas que asaban en el porche; el bullicio de los clientes en el pequeño bar, con su barra en forma de ele; el comedorcito con media docena de mesas que solían ocuparse a sus horas; las seis habitaciones de la primera planta, con lavabo en todas pero con un servicio común; el doblado con el depósito del agua en el último piso; y, debajo de todo el edificio, la bodega con las conservas, los jamones, la matanza y las dos pipas de vino de Aragón, la del denso vino tinto, seco y casi negro, y la del fresco clarete, más afrutado. Me pareció escuchar en la vieja cuadra aneja los ladridos de la Olga, la perra canela, que me barruntaba y los pasos ágiles y ansiosos de la Culebra, la galga, como si se dispusiera a saludarme con la portentosa elasticidad de su cuerpo. De cuando en cuando cantaban los machos de perdiz de Valentín, colocados en los alféizares de las ventanas, escuchando tal vez el reto de alguno de sus congéneres desde lo alto de las laderas que subían a  la sierra Ministra o a los llanos de Villasayas.
-        Chico, bájate a la bodega a por vino –solía decirme Valentín.
Y yo bajaba y aspiraba con fuerza la goma que entraba en la pipa y, aunque algunas veces me ainaba con la brusca irrupción de un trago inesperado, se derramaba manso el vino en una garrafa de media arroba que, luego de llena, me subía al bar.
Por la noche el bar era el centro social de los pocos vecinos que en Esteras quedaban y también de alguno de Benamira que se bajaba a pasar el rato. Por allí desfilaban el tío Manzanero, y el Cucho, el Anchetas, el Josetas… y nunca faltaban los dos pastores de Esteras: el Goyo, alias Tomatoma, que llevaba sus propias ovejas y el Mariano, el Colorao, que llevaba las del amo.
-        Goyo, ayer subí donde me dijiste que viste la liebre y lo que me topé fue con una víbora de dos palmos que a poco me jode la perra.
-        Toma, toma… como no se ha echao aún el frío en condiciones.
El Colorao era ya viejo, no le faltaba mucho para jubilarse y tenía la piel permanentemente roja, casi escamosa, por el sol. Tenía pocas ganas de bromas y el cuerpo aterecido por los muchos fríos pasados y cansado por tanto andar y desandar laderas. Había veces que Valentín, a una señal, le preparaba un bocadillo porque el amo, aquella noche, se había quedado algo corto con la cena. A veces, el Valentín le sacaba historias de antes y, sólo entonces, el Colorao se animaba y hablaba un poco, con dos tenues chispillas en los ojos…

Un coche del servicio de mantenimiento de la línea del AVE me sacó de mi distraída concentración. Me levanté del mojón y girándome le seguí con la vista. Tiró en dirección a Benamira pero, a media vega, se metió a la izquierda por una pista nueva de tierra que debía subir adonde las vías del AVE.
Decidí pasear un poco y, yo también, seguí la carretera a Benamira.
Todavía estaba en pie el colmenar del tío Cabra. Sí, allí a la izquierda de la vega, en mitad de la ladera. ¡Cómo le gustó aquella ladera al Colás la primera vez que le traje!
Me acuerdo que dijo:
-        ¡Sarvi, déjame que te desvirgue la escopeta, que esto esta lleno de muestra de conejo! ¡A ver qué coño te has comprao!
Iba yo tan contento con mi escopeta nueva, recién adquirida, aunque para pagar en plazos, y dispuesto a estrenarla ese día con mucha más voluntad de disparar que maestría en ello. Y, el Colás, como siempre, me convenció de que esa era la costumbre, que la escopeta te la tenía que estrenar un compañero veterano, o sea, él. Claro, como yo iba con mi escopeta nueva, una LIG expulsora, una paralela clásica, pues había comprado cartuchos Legia de 36 gramos… qué menos, oye, en fin, un lujo para la época. El Colás me pasó su vieja escopeta y me dijo que ésa se lo cargaba todo por costumbre. Pero, para mi desgracia, no cambiamos también de cartuchos y el Colás, con sus cartuchos del Galgo Verde, llevaba a medio día cinco conejos, dos liebres y dos perdices y yo, por mi parte, llevaba un buen cabreo, pues los Legia, una vez disparados por el trabuco del Colás, no me permitían abrir la escopeta o, cuando después de mucho esfuerzo conseguía abrirla, no salían nada fácilmente las vainas de los cañones. Al llegar al coche al fin de la jornada, aparte del cabreo, yo no llevaba nada. En ese momento acerté a una paloma de casualidad y el Colás con mucho cachondeo dijo:
-        ¡Mu güeno, Genri! ¡No tienes tú que sembrar todavía los restrojos de perdigones, galán!

Miré al otro lado, a la ladera grande que estaba por encima de la general, puerto de Esteras arriba. Recordé que fue allí donde, un día de desvede, maté mi primer par de perdices. Y eso que la primera se me fue por llevar el seguro, que hay que joderse hasta que espabilé.

No estaba muy lejos de Benamira, así que ya subí hasta el pueblo. Busqué el callejón donde vivía el tío Cabra y claro que lo encontré, pero la casa estaba hundida y los cardos en la entrada me llegaban al pecho. Recordé el día que me perdí por la nevada en lo de Sayona y Villaseca y cómo, siguiendo desde muy lejos el débil rumor de la carretera, anochecido ya y casi extenuado, llegué a ver unas luces que, totalmente despistado por el temporal de blancura, no sabía de qué pueblo eran. Era Benamira, el tío Cabra me metió en su casa y me templó el cuerpo con unos chorizos y unos vinos junto a la chasca que en el hogar de su cocina ardía…

Dejé la caza hace muchos años. Ya lo dijo el Colás:
-        Tan así como siempre. Ahora que ya les cascas de cojones vas y lo dejas. ¡Papo, Sarvi, con lo que te ha costao y lo bien que ya te las trompicas!
Le agradecí aquella vez que, en lugar de decir tan gilipollas como siempre, dijera tan así, pero le entendí igual. Sin embargo, para entonces, el Colás ya era viejo y lo que más le gustaba era buscar la liebre y yo, que no era viejo, me desengañé y comprendí que la caza menor camino llevaba de desaparecer, si no ha desaparecido ya en muchos lugares. Creo que hice bien dejándolo, ni me ha pesado, ni he querido volver. Llegó un momento que tan poca había que más que cazar me parecía estar acabando con los últimos preciados ejemplares de fauna salvaje. Eso no me parecía ya cazar y, de lo de la caza puesta, ya no hablemos, mejor dejarlo ahí…

Pero no era eso lo que me ocupaba ahora, sino los recuerdos de aquellos parajes en que me encontraba.
Pocos años después me encontré al Goyo, el Tomatoma, casualmente en Sigüenza. Acababa de vender, ese mismo día, su rebaño de ovejas y se iba a Barcelona. Nos dimos la mano, ambos con tristeza, y nos despedimos sin entretener mucho los adioses porque los dos sabíamos que no volveríamos a juntarnos nunca.
Al Mariano, el Colorao, llegué a verle, jubilado ya, con una hermana que tenía en Guadalajara pero, el hombre, muy cascado ya, murió pronto.
María Luisa falleció, de repente, para los carnavales de 1993 en su pueblo natal, Yunquera de Henares. Claro que ya pasaba de los setenta y pocos.
A Valentín le invité a comer en Almazán en el 2000, luego fui a verle a Saelices de la Sal, su pueblo, en otra ocasión. Durante estos últimos años le llamé por teléfono algún día pero, en estas pasadas navidades, todos los teléfonos que de él tenía habían sido anulados. Y un día, en Internet, me encontré con que había muerto en Madrid en marzo del 2008.

Regresé despacio hacia el cruce, hacia la vieja Casa Valentín-Bar Jalón, ya sin nombre. Con la fachada blanqueada, privada de sus rasgos, como si hasta la misma casa hubiera quedado amnésica y anónima. Experimentaba, según me iba acercando, una sensación muy diferente de las que otras veces había sentido desandando aquel mismo terreno. Cuando, por ejemplo, por los tupidos rastrojos bajaba con la Olga cazando codornices; o cuando oía al tuno del Colás chillándome: “¡Sarvi, qué la veo, qué la veo!”, por la ladera o en algún ribazo; o cuando veía venir como una exhalación a la Culebra, la galga, que parecía que me iba a llevar por delante y sólo en el último segundo no me atropellaba. Juraría que la Culebra se reía de los sustos que me daba.
Me paré otra vez a mirar la casa cerrada.
Y me dije cómo, con el paso del tiempo, se me iba haciendo cada vez más fácil encontrar tantísima tristeza en los mismos lugares donde encontraba antaño tanta felicidad.

martes, 13 de marzo de 2012

Alcarrias


               -    ¿Cuántas veces has visto amanecer?
          -    Muchas.
          -    Yo creo que nunca se termina de ver amanecer.
          -    ¿Por muchas veces que lo veas?
          -    Nadie ha visto amanecer, por muchas veces que lo vea.
          -    ¿No te parece que exageras?
          -    No. Creo que digo la verdad. Estoy convencido.
Amanecía. Hacía cinco grados bajo cero, si hay que hacer caso a ese instrumental con el que nos empeñamos en medirlo todo. La luna llena estaba anaranjada y exultante y, en la llanura de pedazos labrados y rastrojos viejos salpicados de encinas entre arcabucales, parecía más grande que de costumbre. Estaba al Oeste y el sol, que llevaba minutos atarantado anunciando su salida, le daba un color inusitado. El resplandor del Este iba creciendo pero, todavía, no proyectaba sombras.
          -    ¿Te das cuenta de que nadie ha visto jamás amanecer?
          -    Empiezo a entenderte. Le pones tanto empeño a lo que dices.
          -    Lo dudo.
       -    Procuro entenderte. Eres un cabezón cuando te empeñas.
          -    Eso sí lo creo.
Caminaron, junto a los rispiones, por el borde de una hilera de chaparros tan juntos y rellenos de matas y maleza, que parecían cultivados. Terrones a un lado, rastrojo a otro, mohedales por doquier. A la derecha un paraje similar, a la izquierda otro, atrás el mismo, delante igual.
          -    ¿Quién no se perdería en estos llanos?
          -    Todo aquel a quien no le interesen.
          -    Pero a mí me interesan, y me he perdido varias veces.
          -    Yo también pero, con el tiempo, creo que he aprendido a conocerlos.
          -    Eso creo yo de las personas pero, como con estos llanos, me engaño de continuo.
          -    Llevas razón, nos pasa a todos.
El sol salió pegado al horizonte como una linterna roja con las pilas casi gastadas. Los dos se giraron a buscar la luna, pero ya no estaba. Había amanecido. Agradecieron el calor que, más que notar, imaginaban y ansiaban y por eso, tal vez, se empeñaban en sentirlo. Como el filamento incandescente, de una antigua estufa eléctrica, se suponía que el sol empezaba a caldear toda la llanada. Sin embargo, era más una impresión que una realidad. Las manos, aterecidas, les dolían del frío. Las palomas montesinas saltaban allá lejos, de las copas, y se unían a otras y zurcían el cielo del día nuevo como si gozaran de su vuelo atlético, anárquico y veloz. Las urracas y los rendrajos comenzaban sus salmodias agudas saltando de encina a encina, los mirlos jugaban al escondite en los espinos, algún mochuelo saltó de un majano y los petirrojos, por aquí y por allá, asomaban curiosos a su paso. La escarcha brillaba sobre las matas, hojas, fusca y rastrojos, y el suelo helado empezaba a respirar, por algunos sitios, soltando un vaho ligero al ser acariciado por las primeras luces.
Mirado desde allí el llano parecía infinito y daba la impresión de que igual daba caminar en una dirección u otra. Pese a las ligeras ondulaciones, el terreno parecía siempre el mismo, con muy poco desnivel entre los planos que se sucedían. Pese a la apariencia, ambos sabían que lo quebraban barrancos inesperados y que ese día, a la derecha, tenían la cuenca profunda del Tajuña.
Una bandada de quincinetas les sobrevoló. 
          - Parece que el frío viene ya en serio.
Caminaban reconfortados por el sol que llevaba una hora ascendiendo y ambos pensaron que pronto la ropa comenzaría a sobrarles. Pero, en unos minutos, el sol, sin nubes aparentes, se hizo translúcido primero y, luego, casi opaco. Las nieblas ascendían del Tajuña a los llanos y las alcarrias, paulatinamente, quedaron en penumbra. El horizonte, en unos minutos, se redujo a cien metros.
          -    ¿Es o no fácil perderse?
El mundo está, como el campo, lleno de referencias pero, ¿y cuándo éstas desaparecen?
          -    Pues imagínate de noche.
          -    No me refería sólo a eso.
          -    ¡Joder, eres de ideas fijas!
          -    ¿Qué más da la oscuridad negra o la blanca?
          -    Pues, en ambos casos, tenemos que recurrir a lo que llevamos dentro: al instinto.
          -    Y al conocimiento.
          -    Llámalo como quieras.
          -    A todo esto, ¿qué pintamos aquí?
          -    ¡Coño, somos cazadores!
          -    Y eso, ¿qué significa?
          -    Para algunos que estamos obsesionados con matar.
          -    Pues yo que creo que estamos obsesionados con vivir.
          -    Pues la gente no nos ve de esa manera.
          -    Si la gente supiera cómo les veo a ellos.
          -    A mí no tienes que convencerme.
          -    Ni a ti, ni a nadie.
          -    ¡Joder, qué mañana tienes!

Agualobos


En el barranco de Agualobos ya nunca hay nadie.
Las matas y la maleza se comen la tierra en brutal apretura; los zarzales, los espinos y las aliagas la atrapan con el ansia persistente de los seres con garras y, en su afán colonizador de cuanto se abandona, disputan las cuestas a las rocas y trepan insolentes entre las lascas, afiladas y sueltas, de los canchales empinados.
Al río sólo lo delata un gluglú profundo, un rumor de amenaza sorda, musitada entre dientes, bajo lo oscuro de las espadañas y el verde trigueño o el rubio mate de los cañaverales apretados. Los pies del hombre buscan, con angustia, tierra limpia donde pisar sin miedo. No la encuentran, y pisan brevemente, con inseguridad, rápidos y recelosos de una tierra que no enseña la cara.
Una colonia de pájaros carpinteros urbaniza sin descanso los troncos altos de los chopos viejos. En el silencio, el martilleo de los picapostes produce la ilusión desconcertante y deseada de afanes humanos en la lejanía. Pero es sólo un engaño de la mente, que se obceca en encontrar donde no hay. Arriba, en la base de los farallones verticales, en excepcionales miradores, blanquea la tierra seca extraída por los zorros para hacer alguna raposera. En mitad de la pared más alta, más majestuosa, está el abrigo inaccesible con los restos podridos del nido del águila real. Hace algunos lustros un ser anónimo pensó que haría más bonita sobre su chimenea. Desde entonces, la peña aguilera muestra en su faz un ojo muerto, seco como el de un tuerto.
Aquella sucesión de la noria de lata, que vertía agua en la acequia, que llenaba la alberca, que surtía a la casa sin cimientos, asentamiento de la fábrica clandestina de moneda, se desvaneció para siempre en la desasistida cabeza del difunto tío Mona. En lo profundo del barranco, noria, acequia, alberca, casa y ceca, son ya una concatenación tan poco visible como lo fuera, en su día, la brillante sucesión de ideas en aquella mente enajenada. Hasta en este barranco se hicieron quijotadas y, bien pensado, qué mejor lugar para hacerlas.
El molino del Hocino es un cementerio de piedras y palabras, donde crecen los árboles con fuerza lujuriosa y casi con soberbia. Así yacen allí vocablos que ya nadie pronuncia: azud, caz, socaz, caceras, solera, volandera, catalina, linterna, cangilones, rodeznos, álabes… y el río pasa sigiloso y distendido sin que nadie ni nada retenga su fuerza. Los buitres planean incansables balanceándose en las térmicas. Algún día volverá el lobo y le dará de nuevo sentido al nombre del barranco pero, seguramente, faltará gente que lo vea. Todos tendremos que hacer cosas más importantes.

Nano para los amigos


Don Luis Fernando Alvarado y de Trempera-Tancat, Nano para los amigos, no pudo ser nunca dominado por su madre, una Trempera-Tancat del Priorat que, mermada su fortuna, hasta hubo de ponerse a trabajar, no le digo a usted más. Don Luis Fernando no se dejó tampoco amilanar por su esposa, braguetazo de sus años jóvenes y terrateniente con millones, hija de familia de ésas, de las de toda la vida. Y eso que estuvieron casados, y hasta educadamente cerca, más de veinte años. Que se dice pronto.
          -        El día que me marché, me fui con lo puesto. Hasta los colmillos de elefante le dejé. Me marché como un caballero.
          -        ¿Se dejó también su colección de armas?
      -      Sí. Sólo me llevé las más queridas: una pareja de Purdeys, otra de Grullas y un Holland & Holland 400 de cerrojo y, cómo no, el impagable Mágnum que tantas satisfacciones me dio en Kenia.
          -        Entonces, fue usted un cazador empedernido.
          -        No. En absoluto. Yo era un cazador social.
          -        ¿Social?
     -   Sí. No me confunda usted con esos escopeteros, pisaterrones y rebañalindes, que van por ahí, sin resuello, persiguiendo liebres y perdices. Yo, perdóneme la inmodestia, nunca he sido un ordinario. A nosotros nos invitaban a fincas. Luego, lógicamente, teníamos que invitar nosotros a las nuestras. El mundo funciona así. Los conocidos llaman a los conocidos, el negocio al negocio y el dinero al dinero. Pero todo con elegancia, con buenos modales y porte distinguido, y, sobre todo, sin sudores, caminatas, litigios, ni todo el resto de ordinarieces pueblerinas. La caza de verdad es otra cosa. Nosotros sabíamos estar.
          -        Pero, ¿no le apasionaba?
       -        La caza, en mi ambiente, es un modo de conocer gente adinerada. El aperitivo eran las perdices o los venados o los guarros y el plato fuerte eran los negocios, los contratos, las relaciones. Esas eran las verdaderas presas. La caza, en sí, un pretexto. El plato principal era el dinero.
          -        ¿Y no podían hacer lo mismo sin cazar?
          -        Bueno, la caza, como le he dicho, era sólo un pretexto. En realidad, nosotros no cazábamos, sólo disparábamos. He ahí la diferencia. Había siempre un pequeño ejército de ojeadores, guardas, perreros y secretarios que todo nos lo daban servido, incluso nos cargaban las armas y contabilizaban y localizaban las piezas que abatíamos. Tú simplemente disparabas. Así que esas cacerías suelen estar llenas de buenos tiradores. Prácticamente no hacen otra cosa en su vida: disparan y firman. Dos cosas que se parecen por lo decisivo e instantáneo. Y todos teníamos un buen estilo, una elegancia en ello. Algo adquirido con los años y nadie desentonaba, eso ni pensarlo, por favor.
          -        Y, ¿por qué elegían esa actividad y no otra cualquiera, un deporte, por ejemplo?
          -        Amigo, qué poco entiende usted la psicología humana. Porque la caza es un símbolo de poder. La caza es un sacrificio y, en ella, los cazadores, deciden dar la muerte a animales. Se elevan sobre el resto de los mortales. Llegan a creer que son todopoderosos. No hay otro sentimiento más potente que el de administrar la muerte, el dispensarla con el ligero movimiento de un dedo. ¿No recuerda usted a los césares? Ese sentido del poder es bueno para los negocios. Digamos que los propicia. ¿Deportes, dice usted? En los deportes se compite y unos quedan por encima de los otros. ¿Cree usted que eso es bueno para los negocios? No, no lo es. En los negocios todos han de sentirse poderosos, magnánimos con los de su rango. Lo que hoy haces por otro, mañana ese otro lo hará por ti. Ambos comulgáis administrando la muerte, el poder. Sois sus sacerdotes, compartís el sentimiento. Sois como hermanos, de la misma casta, formáis piña. Por eso la cacería se presta a los negocios. Ambas cosas, cacerías y negocios, se parecen mucho. Sólo las practican quienes pueden. Los demás miran o, como mucho, ojean o llevan las cuentas o limpian y venden las piezas por unas míseras monedas. Sí, ya sé que por detrás critican. Es lo único que pueden hacer, ¿qué importa eso? Pero, si un día se permitiera cazar seres humanos, los negocios se harían allí. No lo dude. La caza quedaría momentáneamente desbancada como un sucedáneo innecesario. De hecho, las mayores fortunas se han hecho siempre en las guerras, ¿o me engaño?
           

El azar y los parajes


El paraje de Navalzarzal era, por entonces, una mancha de monte espeso con siembras diseminadas tan al azar como las manchas blancas en la piel negra de una vaca suiza. Estaba rodeado por otros lugares, fincas bien delimitadas pero igual de irregulares, con nombres tan sugerentes como: los Navajuelos, la Nava, Corrales Nuevos, Tres Mojones, Haza la Grama…
Navalzarzal era una finca llana bordeada por barrancos. En sus tiempos de esplendor tuvo una casa con una parte noble, bien amueblada y con habitaciones decoradas primorosamente, y otra parte rural y sobria para los guardas. La finca en sí era un enclave relativamente pequeño, de 360 hectáreas, en una propiedad muy grande, de unas 15.200 hectáreas de por junto, propiedad de los descendientes del conde. La casa se distinguía muy bien, no sólo por estar situada en un pequeño promontorio del terreno, sino por tener a su lado un ciprés alto y afilado que, en la distancia, destacaba. Al decir de unos era aquel árbol un símbolo antiguo y noble de hospitalidad; al decir de otros, un aviso del poder que, sobresaliendo de la vegetación autóctona en la lejanía, disuadía a extraños de acercarse.
Los descendientes del conde, además de atesorar títulos nobiliarios, reunían fincas y enclaves y parajes en un sinfín de propiedades que algunos ni siquiera conocían más que por su ubicación aproximada, y también, claro, por lo que les rentaban al final de cada cosecha cuando los encargados y arrendatarios les rendían cuentas. Y, casi todos, lo único que reconocían de sus tierras era la parte que les ojeaban cuando iban de cacería con sus amistades y ocupaban las distintas casas, auténticos palacetes muchas de ellas, que el servicio, por entonces abundante, les tenía limpias y preparadas para la ocasión.

Pasaron los años. Hice amistad con Rafa. Él, aunque pocos años mayor que yo y casado, inmediatamente congenió conmigo y, a ambos, nos unió de inmediato nuestra pasión por la caza y la similitud de nuestros criterios y fuerzas en el ejercicio de la misma. Cazamos juntos en algunos parajes de la sierra y, visto nuestro entendimiento, al llegar las primeras Navidades, Rafa me dijo:
-        ¿Dónde vas a cazar estos días?
-        En lo libre.
-        Si quieres, puedes venirte conmigo a lo de la marquesa.
Aquello de lo de la marquesa, de inmediato, me recordó al Colás. Pero nada dije y quedé con Rafa en la capital para ir de caza donde quiera que fuera y, por supuesto, si era a un coto, mejor.
El primer día que quedamos fuimos a recoger a su perro, el Tom, a una casa abandonada que en el centro tenía la familia de Rafa, medio apalabrada para su venta. Ocasionalmente, y puesto que sin duda sería derruida, mi amigo la utilizaba de perrera.
Acomodado el perro en el maletero de su coche, Rafa, sin mediar palabra, enfiló hacia los Cuatro Caminos y luego hacia el Sotillo.
-        ¿Dónde vamos?
-        Ya lo verás.
Cuando se desvió de la carretera, tomando la galiana a la derecha, me inquieté.
-        ¿Seguro que te han invitado a cazar por aquí?
-        Tú qué sabes la confianza que tengo yo con la marquesa. Pero, no te impacientes, que aún nos falta un buen trecho.
Yo veía pasar los cuarteles del monte y notaba que por aquellos caminos mi amigo se desenvolvía con soltura. Poco a poco me fui relajando y me dije: mira por donde voy a terminar catando los terrenos más apreciados del Colás.
En un paraje perdido, en lo más intrincado del monte, Rafa detuvo el coche, salió, soltó al Tom y se equipó de chaleco, canana y escopeta con la mayor indiferencia y soltura del mundo y yo, viéndole, hice lo propio. Al parecer habíamos llegado.
Aquel día estaba grisáceo de neblina y la visibilidad no era nada buena pero, según mi amigo, no había cuidado con eso por aquellos parajes, porque la marquesa no invitaba a nadie en aquellas fechas hogareñas, salvo a su distinguida persona.
Apenas nos internamos en la primera vaguada suave, la caza comenzó a salir como surgiendo de la tierra. Liebres, conejos y perdices hacían de nuestro avance un paseo triunfal con presas frecuentes. Pasado el medio día lo dejamos, regresando a casa con ocho piezas cada uno.
Los cuatro días siguientes repetimos, con más o menos la misma suerte, en similares parajes al primero. La climatología permaneció igual y nosotros, cada vez más relajados y ya acostumbrados a aquella abundancia, tirábamos cada vez mejor, pues el asunto no nos parecía flor de un día que hubiéramos de aprovechar con el ansia con que uno se agarra a la fortuna pasajera.
Fue el sexto día cuando se presentó el anticiclón de invierno, levantaron las brumas y, desvanecido el manto protector y muelle de las nieblas, lució un sol que permitía divisar grandes distancias en la atmósfera luminosa y diáfana.
Rafa iba a media ladera y yo en la parte alta, cuando vi venir, a menos de quinientos metros, a un guarda jurado con su ancha banda de cuero, con su plancha ovalada y brillante, su traje verdoso de pana, su sombrero con cinta verde y su tercerola, a nuestro encuentro. Ni me molesté ni me alarmé por su presencia. Así que nos juntamos el guarda y yo porque, obviamente, a mí venía.
-        ¿Qué hacen ustedes aquí?
-        Estamos invitados. Mi amigo tiene amistad con la marquesa. Él le dará razón.
Como viera en la cara del guarda la extrañeza, grité a Rafa para que subiera. Éste subió enseguida y, al toparse con el guarda, sacó el paquete de tabaco, le ofreció un cigarrillo y le dijo, como si le conociera de toda la vida:
-        ¿Qué pasa, Pedrolas, cómo te va, hombre?
-        Pero, ¿quién es usted?
-        Pero, hombre, no me jodas, ¿ya no te acuerdas de mí?
-        Pues, no.
-        ¿No recuerdas, hace un par de años, que estuvimos por aquí el capitán Porras, el brigada Casimiro, el teniente Ponce de la Guardia Civil y yo mismo, matando unos conejos?
-        Sí. Ahora que lo dice, ya caigo.
-        Pues nada, que, como nos dijeron ustedes: ya saben donde tienen el coto, vengan ustedes por aquí cuando quieran. Pues, casualmente, venía hoy de Madrid con este amigo y me he dicho: vamos a matar un par de conejos, que conozco un sitio de confianza.
-        Hombre, pero debieran ustedes haber avisado. Además, los conejos están en aquella mancha y veo que llevan ustedes una buena percha de perdices.
-        Pues es verdad, pero ya sabes lo que pasa, Pedrolas. Que nos han salido las perdices y no hemos podido resistirnos. Teníamos verdadera ansia por tirar un tiro.
-        Un tiro dice –dijo el guarda mirando las perchas-. Además estos días de niebla he oído también tiros y estoy amoscado porque luego los hijos de la marquesa me culpan a mí de que escaseen las perdices.
-        ¿Cómo? Pero, ¿qué me dices, Pedrolas? ¿Es posible que ni estos cotos de toda la vida respeten ya los furtivos? Pero, ¿cómo no nos ha avisado? Hubiera venido de inmediato una pareja.
-        Bueno, mire, sea como sea. Vuélvanse ustedes a la mancha aquella y déjenme quietas las perdices. Maten un conejo o dos y déjenlo, por favor.
-        Pero, hombre, no faltaba más. Ahora mismo nos volvemos. Es más, en cuanto matemos un par de conejos nos vamos. Lo último que quisiéramos sería comprometerte. Dale recuerdos a la señora marquesa y la próxima vez avisaremos que, lo reconozco, ha sido un abuso de confianza por nuestra parte. Discúlpanos, Pedrolas. No volverá a ocurrir.
-        Bueno, pero vuelvan ustedes a la mancha y déjenlo pronto. Háganme el favor.
-        Ahora mismo, Pedrolas. No faltaba más. Venga, hasta otra. Y a seguir bien.
Mi amigo dio la vuelta y, mientras yo me hacía cruces, él bajaba tan resuelto la ladera, como si tal cosa. Yo le seguía callado, avergonzado y con un miedo pesado y denso que me había sobrevenido de repente. No podía creerlo. Pero estaba pasando.
Cuando llegamos al fondo del barranco, aún no me atrevía a hablar, por no delatarnos, si mis palabras, por el eco, llegaban a oídos del guarda. Éste, que se había alejado siguiendo la mano de perdices que llevábamos, las voló doscientos metros más adelante. Una viró hacia atrás y vino derecha hacia nosotros. Yo, respetuosamente anonadado por la conversación que acababa de escuchar, miré la trayectoria que traía sin intención siquiera de moverme y, mientras la miraba, sonó a mi lado un escopetazo, la perdiz se hizo un ovillo en el aire y cayó como un taco a pocos metros de nosotros.
-        ¡Bah, total, por una más! – dijo Rafa.
De inmediato comprendí que se tarda en conocer a las personas y que yo aquella mañana, en un momento, había profundizado más en el conocimiento de mi amigo de lo que otras personas pudieran haberlo hecho en años.
De vuelta a la ciudad, al llegar a la casa ruinosa a dejar al perro, un viejo, antiguo vecino, saludó a Rafa.
-        ¡Andá, Rafa, tú por aquí!
-        ¿Qué pasa, Florencio, qué te cuentas?
-        ¡Cómo me acuerdo de ti, Rafa! ¡Hay que joderse lo malo que eras de pequeño! Que tu padre, el brigada, pa dominarte, tenía que amenazarte con el astil de un pico.
-        ¡Vete a tomar por culo, gilipollas!

martes, 6 de marzo de 2012

I- La Dádiva, 12 de octubre de 1979


Cuando aquella mañana llegó a la finca La Dádiva, la alambrada que rodea el caserío estaba abierta y, dentro, la camioneta, una moderna pick-up del encargado, estaba aparcada frente a una de las dos naves, junto a un Land Rover en buen uso.
Había tractores, piezas, maquinaria agrícola vieja y aperos esparcidos tras las naves. La casa antigua estaba ya en ruinas con el tejado parcialmente caído y con una de las paredes laterales derrumbada. De modo que parecía una casa de muñecas infantil, pero a escala natural, porque dentro se veían los muebles y los viejos enseres, en los distintos pisos, aún milagrosamente suspendidos, en equilibrio, entre los armazones y las vigas.
Junto a la alambrada que rodea el caserío hay un teso pequeño y picudo. A él se subió para tener una visión mejor de la finca. Las grandes explanadas de labor se extendían onduladas hacia el norte. A lo lejos la tierra se elevaba de nuevo e impedía ver los confines de la finca, más allá de lo de Valdelhombre. A la izquierda estaban las terreras que la hacían limitar, brusca y abruptamente por el desnivel, con el río. Había también olivares a la derecha. Un barranco pequeño con un arroyo era sobrevolado, casi literalmente, por una autopista de peaje. Pensó, al ver esto último, que don Manuel, el notario, jamás habría consentido que aquella autopista hubiera cruzado su finca, si hubiera vivido para verlo. Pero quizás ni el mismo don Manuel hubiera podido impedir aquella obra, pues los tiempos habían cambiado el reparto de poderes y, algunos, habían ido a parar a quienes jamás los detentaron por aquello de la democracia.
En cualquier caso, el que observaba la finca desde aquel oterillo no estaba muy seguro. A don Manuel, sus propios hijos le llamaban don Manuel. Y, cuando don Manuel les llamaba, más les valía acudir en el acto y dejar familia y trabajo, por muy ingenieros que fueran y por estado de casados que tuvieran y por padres y señores que se sintieran y por muchos años que tuvieran cumplidos y por más canas que peinaran. Aquellos hombres respetados y reverenciados en sus empresas y agasajados en los bancos en cuanto se detectaban su presencia temblaban ante el viejo. Don Manuel no admitía dilaciones y sus hijos habían sido educados en una obediencia militar a su persona.

Inmóvil en el pequeño otero, se fue treinta años atrás. Recordó la primera vez que fue a la finca. Fue con Gaudeano, un hijo de don Manuel. Casualmente un amigo común se lo había presentado unos meses antes de aquel doce de octubre.
Gaudeano estaba pescando y los otros dos le observaban.
-        ¿Te gusta la pesca? –dijo Gaudeano.
-        No, me aburre. En cambio la caza me encanta.
-        ¿Conoces la finca La Dádiva?
-        Pues no.
-        Entonces te invito al desvede –dijo Gaudeano de sopetón.
El que acababa de ser invitado ni conocía la finca ni había oído hablar de ella. Por otro lado esas invitaciones de caza no las tenía por fiables, pues la experiencia le decía que las más de ellas solían olvidarse tras el generoso arranque inicial. Sin embargo, antes de separarse y después de tomar unas cañas al caer de la tarde, Gaudeano le dio una tarjeta y le ratificó amablemente que un par de días antes del desvede le llamase por teléfono para concretar.
Por la tarjeta supo que Gaudeano era ingeniero y que su empresa era muy conocida en la zona. Así quedaron las cosas.
Llegadas las fechas titubeó pero, al final, llamó a Gaudeano. Y, como si se hubieran tratado toda la vida, éste le dijo que el día doce a las ocho de la mañana le esperara junto a la iglesia de San Gregorio, donde oirían misa antes de salir hacia la finca.
La hora, el lugar y el propósito le dejaron desconcertado. La cita a las ocho no le pareció oportuna pues a esa hora ya solía estar él en el campo todos los días de caza, cuánto más tratándose del día del desvede; pero ya, quedar en una iglesia, para oír misa, él que ni siquiera era practicante, le terminó de fastidiar del todo. Y pensó que sitios tenía donde ir de caza sin necesidad de tanto misterio, tanto retraso y tanta misa. Así que malhumorado, pero con toda la educación y prudencia que pudo reunir, no le puso pegas a Gaudeano y se dijo que, a una mala, con no volver a quedar valía. Pero, sin embargo, era un día de desvede y no se las prometía nada felices con aquellos preámbulos.
Iba a entrar a San Gregorio, cuando Gaudeano, que bajó de un elegante coche, le llamó la atención. Se saludaron y, mientras lo hacían, otro suntuoso Mercedes paró al lado.
-        Mira, éstos son: mi hermano Laureano, su amigo Julián Bracamonte y su socio Licinio Gándara.
Tras los saludos de cortesía entraron en la iglesia, muy poco concurrida un domingo a aquellas horas, y escucharon misa. Tal vez ellos con verdadera devoción pero, el invitado, con un gran esfuerzo, pues se imaginaba ya por el campo con las perdices delante y quizás alguna ya colgada.
En el transcurso de la ceremonia creyó oír, aunque seguro que eran imaginaciones suyas, tiros desde la misma iglesia. Sabía que era imposible, pues estaba ubicada en el centro de la ciudad, pero eso daba idea de dónde andaba su cabeza. Interiormente le metía prisa al cura pero le parecía que éste, adrede y fastidiado por su premura, dilataba la ceremonia todo lo que podía, enlentecía sus alocuciones a los fieles y, cuanto más deprisa él contestaba a las frases del ritual, más tiempo se daba el campanudo sacerdote en replicar, haciéndosele eterno al invitado ese intercambio de alocuciones que se hace en las misas. Hoy no recuerda si llegó a comerse las uñas total o parcialmente.
Cuando salieron de la iglesia, Gaudeano le pidió que dejara su coche y fuera con él, pues no conocía el camino a la finca.
Tras un trayecto no muy largo en el que el invitado no hacía más que mirar el reloj y calibrar la claridad del día, que se le antojaba ya muy avanzado, y pensar en la cantidad de tiempo que llevaban de atraso o perdido, que para el caso era lo mismo, observó, totalmente consternado, que Gaudeano dejó la carretera y se metió en el aparcamiento de un bar. El coche de su hermano, con sus amigos, estacionó junto al suyo.
-        Bueno, pues ahora vamos a desayunar como está mandado –dijo jovialmente Gaudeano.
-        ¿No se nos va a hacer un poco tarde? –dijo, llevado por los nervios y totalmente desasosegado.
-        Hay mucho día por delante y la finca no se va a mover de su sitio.
-        Hombre lo digo porque son ya casi las nueve y media y…
Pero ninguno de los otros cuatro dio por oído el comentario. Tomaron todos café con leche y bollería o churros pausadamente, charlaron de fincas, de cacerías, de ojeos y contaron unas cuantas anécdotas y se rieron porque el invitado sólo había cazado en lo libre como, ingenuamente, confesó. Pese a su impaciencia, se dio cuenta de que aquella gente carecía de su acuciante ansia por verse en el campo y que, al parecer, habían tenido la caza a su alcance durante toda su vida. Pese a su desasosiego, tuvo que esperar también, con la paciencia carcomida, a que se tomaran tranquilamente una copita, como remate del tanquilo desayuno, a fuerza de chascarrillos y más conversación.
Eran más de las diez cuando salieron definitivamente hacia la finca. Tras un vericueto de caminos, Gaudeano le dijo que la finca empezaba a partir de un olivar cercano, que ya tenían a la vista.
Enmudeció el invitado cuando, apenas iniciado el paso por entre los olivos, comenzó a moverse una marejadilla de perdices, con sus cabecitas altas y su elegante y rápido apeonar. Se le salían los ojos de las órbitas. Gaudeano, que lo noto, dijo:
-        Tranquilo, hombre, que ésta es la linde de la finca.
-        ¿Quieres decir que son más abundantes en el centro?
-        Pues claro, hombre. Este olivar ni lo tocamos. Echaríamos la perdices al coto de al lado.
Al invitado le pareció que tardaron una enormidad en colocarse las cananas, en ponerse los chalecos, en preparar las mochilas, en armar las escopetas, en preparar los cartuchos…
Comprendió que no estaba en su mundo. Se dio cuenta de que eran gente muy sibarita, que llevaban cajas de diez cartuchos de marcas que él desconocía, que usaban escopetas inglesas Purdey, que todos llevaban un par de juegos de cañones y que comentaban los gramajes y el tipo de carga de la munición con palabras de verdaderos expertos… pero él no hacía caso y ya no podía poner atención a nada porque, como un perro, estaba loco, desatalentado por salir.