Amanecía
lentamente, como amanece siempre, sólo que, con aquel frío intenso y seco,
parecía que el día estuviera aquejado de una pereza en blanco y negro, de una
grisura extraña y hueca, que sólo tienen algunas mañanas especiales del
invierno en la meseta. El campo, blanco como si hubiese nevado, estaba tan
silencioso que parecía huérfano de cualquier atisbo de vida. El aire helado no
se movía, como si pesara más que de costumbre y toda aquella atmósfera parecía
nueva e irreal, igual que un regalo envuelto y aún sin estrenar. Tal vez,
pensó, apenas durante un segundo, que justo la hora del amanecer fuese la más
fría del día. Seguro, se dijo.
La
escarcha brillaba, espesa, dura y densa, con las primeras luces, recubriéndolo
todo: el suelo, las hierbas, las matas, las cortezas de los árboles, los
olivos, los rastrojos, las viñas, los cardos y hasta el hielo de los charcos
con una capa polvorienta, escamosa y crujiente. Ésta crepitaba bajo sus botas
haciendo que, en aquel silencio, le pareciese que el sonido pudiera oírse a mil
metros y que produjera un estrépito innecesario y escandaloso en aquel vacío
que, más que roto, parecía profanado por sus pisadas intempestivas.
Sin
embargo, embobado por el espectáculo, se quedó absorto un largo rato observando
aquel panorama que se le antojaba irreal, imaginario, casi fantasmal y, sobre
todo, estático y suspendido en el tiempo. No se atrevía a moverse porque le
parecía que, de hacerlo, se desbarataría aquel encantamiento, aquella visión
que, de tan inusual, le parecía casi sobrenatural.
Caviló
en que, de no ser por su afición por la caza, se habría perdido aquel
espectáculo y también tantos otros similares que en sus muchos días de
madrugador de la escopeta había visto. Y fue una de las veces en que padeció lo
contradictorio de aquella pasión. Aquella mañana en el paraje de Cerro Pozo,
lindando con Valdelhombre, se le quedó grabada para los restos. Y, aunque se
sacudió la impresión de la cabeza, siempre le quedó en ella la cuestión de por
qué un hombre, capaz de apreciar aquellos sublimes espectáculos y emocionarse
ante ellos, tenía, luego, sangre fría para disparar. Contradicciones. Pero, en
aquella época, sólo quería cazar y esquivaba todo pensamiento que le desviase
de su ardiente deseo. Sin embargo, la duda, ahí quedaba, en estado latente,
como una herida sin cicatrizar, por más que quisiera ignorarla. Aunque él
quisiera entonces ser ciego y sordo y, además, se empeñara en ello hasta el
extremo.
Aquella
noche había dormido mal. Como siempre que tenía una jornada de caza al día
siguiente se la pasó calculando, sobre el terreno ya conocido, dónde estarían
las perdices al amanecer, donde volarían según el día y qué ocurriría si por
las causas que fueren, ese día, habían trastocado sus querencias y no las
hallaba donde suponía. La maquinaria de su cabeza tenía todo previsto aunque,
sobre el terreno, tenía prestancia y rapidez para cambiar de rumbo en un
momento dado, si la caza lo exigía. Pasó la noche imaginando. Y, como siempre,
lo último que imaginó fue cuáles serían y dónde estarían, en ese momento, los
animales que, por su causa, habrían de estar muertos al día siguiente, apenas
unas horas después. También se preguntaba en base a qué los hombres nos
habíamos adjudicado jurisdicción sobre todos los seres vivos de la tierra.
Pero, nuevamente, como esos pensamientos estorbaban su loca pasión, los
desechaba. Pero ellos se quedaban allí, como garrapatas, agarrados a su
conciencia.
El
día de antes había avisado a Luis, el encargado de La Dádiva. Tal como Gaudeano
le había dicho, para que no se alarmase si oía tiros.
Había
dejado el coche a tres kilómetros, mucho antes de que amaneciera, porque no
quería que nadie estuviera esperándole cuando volviera a él.
Conociendo
el terreno palmo a palmo, se había adentrado en el coto hasta la linde más
lejana al caserío, desde donde los tiros apenas se sentirían.
Sólo
llevó un macuto del ejército con dos litros de agua, la canana de treinta tiros
y una reserva de otros cincuenta, porque nunca estaba de más que sobraran
cartuchos. Había decidido despedirse de aquella finca en condiciones.
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