Pese a lo avanzado de la
temporada, sabía que en La Dádiva, él sólo, sorprendería a las perdices cuantas
veces quisiera. No en vano había pasado dos temporadas cazando en aquel
terreno. Ese día, por fin, lo iba a hacer sin que le mandaran, yendo por derecho
y sin tasa en las horas que quisiera emplear. Todo lo tenía a su favor y la
finca, aparentemente, entera para él.
Aquel día dejó la vieja y pesada
Sarasqueta larga de su amigo y también los cartuchos con plomo de quinta. No
iba a necesitar tiros largos porque ese día no llevaría la peor mano. Es más,
estaba convencido de que bastaría con séptima y con el primer cañón de choque medio
de su escopeta de siempre para abatir la mayor parte de las piezas.
Y contó con que, acostumbrado a
la dificultad de aquellos tiros largos en los que se había especializado contra
su voluntad, las perdices sorprendidas a menos de veinte o veinticinco metros,
en las asomadas, iban a ser para él carne de cañón. Eso sin contar el hecho de caminar
silenciosamente y a contra mano por aquellos tesos de esparceta, tan
querenciosos para los pájaros, que bordeaban las siembras o que se elevaban en
mitad de ellas.
Para ello se encaminó, aún sin
luz, a la linde más alejada de la finca, la de Santa Colomba. Iba a cazar las
perdices en sentido contrario a como lo hacían en aquellas manos dominicales a
las que los animales estaban ya tan acostumbrados. El empezar a cazar por aquel
lado, y entrar a las perdices por donde no esperaban, le daría toda la ventaja
de la sorpresa y, por otro lado, la gran distancia a la casa de la finca apenas
haría audibles los muchos tiros que pensaba disparar.
Todo salió según lo planeó.
Apenas clareaba cuando entró en los cazaderos. En cuanto se metió entre las
atochas empezaron a botar perdices. El ansia y la práctica en los tiros largos
casi le impelieron a empezar a disparar sin medir la distancia, pero su razón
le contuvo: había que asegurar y hacer el menor ruido posible. Aquel día no
había razón para los tiros largos ni le convenía precipitarse porque nadie le
daría la hora. Los disparos, desde esa contención, iban siendo certeros por lo
general y rara vez tenía que doblar con el segundo, como no fuera para tirar a
otro pájaro, una vez caído el primero. El macuto comenzó a pesar a las once de
la mañana.
Al borde de un sembrado, donde
terminaba la ladera por la parte baja, se paró junto a un majano para
acomodarse el macuto y reponer cartuchos en la canana. Al desprenderse del
morralón, la liebre, inoportuna como siempre, saltó junto a sus pies. Rápidamente
le dio tiempo a armarse y también a pensar lo improcedente que sería ahora
cargar con una orejuda, así que, titubeando un par de segundos, la dejó correr
pero, antes de que terminara de dejarse guiar por su pensamiento, el dedo le
traicionó y ya había disparado. Se conoce que, por las dudas, marró el primer
tiro pero, encelado por el fallo, soltó el segundo y el liebrasco quedó
pataleando a más de cuarenta metros, casi llegando al camino que subía a la
linde y que hubiera utilizado como perdedero.
Fue a por la liebre con paso
cansino y, mientras la traía, la sopesó con el brazo y la dejó en el suelo con
desgana, junto al morral. No tuvo más remedio que organizar la carga. Para
quitarse peso se bebió de un trago el agua que quedaba. El rellenar de cartuchos la canana le aligeró
también un poco la espalda. Eran trece perdices, que contó revolviéndolas sin
sacarlas del macuto, y, ahora, había que añadir la hermosa rabona.
Pensando que fue un error el
haberla tirado, iba a incorporarse y meter la liebre en el morral cuando vio
venir al forestal. ¡Maldita sea!, fue lo primero que se le ocurrió. Era
Faustino, lo conocía. Bajaba descarado ladera abajo. Seguramente vendría a ver
quién era y a echar un cigarro. Sin embargo, maldita la gracia que le hizo que
el de verde apareciera. Lo que menos necesitaba eran testigos de la quita que
le estaba haciendo a aquella linde.
-
Creía que se te escapaba, ¿es que no la has visto? –dijo
desde lejos por saludo.
-
Pues casi se me va, porque estaba metiendo la zamarra
en el macuto y me ha pillado despistado –dijo, muy ocurrente, para justificar
el volumen de la mochila.
-
Pues aun se han oído tiros esta mañana.
-
Creo que alguien está cazando en lo de Santa Colomba
–mintió- han volado perdices a este lado y ahora iba a ir tras de ellas. He llegado
hace un poco –siguió mintiendo-. Por cierto, si quieres, quédate la liebre que
prefiero ir ligero a las perdices y, además, no será difícil que me salte otra
por estos andurriales.
-
¡Coño!, gracias, hombre. No viene mal –dijo Faustino,
con entusiasmo agradecido, tomando a la rabona del suelo por las patas de
atrás.
-
De nada, Faustino.
-
¿Cómo es que estás solo?
-
Ya sabes que los de La Dádiva lo dejan siempre en
Navidades, pero Gaudeano me dijo que me diera una vuelta por la finca si me
apetecía –disimuló-. Ya le avisé ayer al encargado.
-
¿Echamos un cigarro?- dijo Faustino, sacando un paquete
de Celtas emboquillados.
-
No, gracias. No me quiero enfriar ahora que voy
caliente y me he quitado el chaquetón. Voy a seguir tras de ellas que empiezo a
quedarme frío. ¡Hasta otra, Faustino! –y salió ligero, disimulando el peso,
como si de veras fuera un chaquetón lo que ocultaba su mochila.
Según se alejaba, pesaba si
Faustino se habría tragado lo de la mochila. Pero, como le conocía y le había
visto con Gaudeano varias veces, supuso que no se haría muchas preguntas y que
el regalo inesperado de la liebre también habría calmado su curiosidad. Sin
embargo, sabía que no podía seguir con la ensalada de tiros que llevaba y que
lo más prudente era emprender el camino de vuelta. A cada momento le parecía de
peor suerte que Faustino hubiera aparecido y, encima, no se había ido de vacío.
Pensó también que, dado que el forestal le observaba, hizo bien en tirar a la
liebre pues, de no haberlo hecho, eso sí que le hubiera mosqueado.
Hizo el simulacro de cazar la
zona que ya había cazado y, lógicamente, no tiró un tiro pues sabía que el
forestal le tenía localizado y seguramente le observaba. Tampoco salieron
perdices, pues bien sabía él que las había ahuecado de mañana. Pensaba que a Gaudeano
no le habría importado que matara un par de ellas y alguna liebre, pero la
despedida que habría fraguado no pensó que le hiciera ninguna gracia si llegaba
a enterarse. Así que caminó a lo tonto, barzoneando y haciendo tiempo, y
diciéndose que, por un motivo o por otro, siempre le tocaba fingir en aquella
finca. Ni yendo solo se estaba librando de su sino.
Al cabo de casi una hora, y
cansado de vagabundear disimulando por los cerros, tuvo que abandonar la zona.
Tenía que elegir entre las terreras del río, los extensos campos de labor del
centro de la finca o la linde de olivares con el coto de Terceña. Las tres
posibilidades le encaminaban hacia la casa de la finca. Las terreras eran
demasiado descaradas y la caza tendía a cruzar el río; por los campos de labor
toparía con el encargado o con los tractoristas. Así que decidió regresar por
entre los olivares de la linde. Ahora sus tiros serían cada vez más
perceptibles para cualquiera que estuviera en la finca. Así que, desanimado,
decidió cortar por allí para salir cuanto antes de La Dádiva y dar el día por
concluido. No perseguiría a los bandos finca adentro pues no deseaba toparse
con nadie y tener que dar explicaciones de la carga que llevaba. Ya había
tenido bastante con Faustino.
Ciertamente vio apeonar varios
bandos de perdices de los olivares a los campos de cereal y más de una vez se
sintió tentado de seguir a alguno de ellos que voló a campo abierto. Sin
embargo, pudo más su prudencia y se dijo: “Cuidado, que la avaricia rompe el
saco”, y, por otro lado, se contentaba diciéndose:”Gaudeano dijo un par de
días”. Y con esta idea caminó linde adelante, con la voluntad de resarcirse el
último día que le quedaba y que, por supuesto, no pensaba desaprovechar.
Con el desánimo y la falta de
aliciente que él mismo se impuso, comenzó a notar el cansancio, el peso del
macuto, el sudor que se le había enfriado bajo la ropa y la desgana del que
camina ya sin aliciente.
El resto de la mañana anduvo
relajado, sin la tensión permanente que conviene al cazador. Para sus adentros,
le pareció una ironía no conformarse con la caza que llevaba. Él, un cazador de
terreno libre, qué más quería, ¿cuándo se vería en otra? Pero nada calmaba sus
ansias. Se dio cuenta de que la caza, cuando es una pasión, es insaciable. Y
pensó que, si todas las pasiones eran así, era difícil que el mundo tuviera
arreglo. Pero, pese a sus pensamientos, no podía dominarse.
A pesar de la falta de
concentración y el desinterés con que caminaba, aún se quedó con una perdiz
rezagada de uno de los bandos que saltó remontando los olivos. Si bien le costó
los dos tiros.
El sonido de un tractor cercano
le sacó de sus pensamientos y se sobresaltó un poco. Era inevitable. Su
condición, pese a estar invitado, siempre le hacía sentirse, de algún modo,
furtivo. Pues ser furtivo era ser, en el fondo, engañador y él, como convidado
en aquel coto, lo era en sus propósitos.
Fue entonces, casi en la linde de
salida de la finca, a punto de llegar al camino que le llevaría a la ciudad,
cuando saltó la liebre de entre los últimos olivos. Tardó en armarse más de lo
habitual y entre el tupido olivar intentó tomarle los puntos, pero tiró mal. Se
dijo que con el segundo no la marraría pero el polvo que el tiro levantó en los
terrones le dejó ver como la liebre le enseñaba la cola. Incrédulo corrió tras
ella mientras cargaba la escopeta con la esperanza de que la hubiera tocado con
algún plomo. Al asomar al pedazo, oyó vocearle al Tinín, un tractorista de la
finca:
-
¡No corras, no!, que se ha perdido la terronera abajo
con más salud que Dios talento.
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