martes, 6 de marzo de 2012

VI- La Dádiva. La primera despedida


Pese a lo avanzado de la temporada, sabía que en La Dádiva, él sólo, sorprendería a las perdices cuantas veces quisiera. No en vano había pasado dos temporadas cazando en aquel terreno. Ese día, por fin, lo iba a hacer sin que le mandaran, yendo por derecho y sin tasa en las horas que quisiera emplear. Todo lo tenía a su favor y la finca, aparentemente, entera para él.
Aquel día dejó la vieja y pesada Sarasqueta larga de su amigo y también los cartuchos con plomo de quinta. No iba a necesitar tiros largos porque ese día no llevaría la peor mano. Es más, estaba convencido de que bastaría con séptima y con el primer cañón de choque medio de su escopeta de siempre para abatir la mayor parte de las piezas.
Y contó con que, acostumbrado a la dificultad de aquellos tiros largos en los que se había especializado contra su voluntad, las perdices sorprendidas a menos de veinte o veinticinco metros, en las asomadas, iban a ser para él carne de cañón. Eso sin contar el hecho de caminar silenciosamente y a contra mano por aquellos tesos de esparceta, tan querenciosos para los pájaros, que bordeaban las siembras o que se elevaban en mitad de ellas.
Para ello se encaminó, aún sin luz, a la linde más alejada de la finca, la de Santa Colomba. Iba a cazar las perdices en sentido contrario a como lo hacían en aquellas manos dominicales a las que los animales estaban ya tan acostumbrados. El empezar a cazar por aquel lado, y entrar a las perdices por donde no esperaban, le daría toda la ventaja de la sorpresa y, por otro lado, la gran distancia a la casa de la finca apenas haría audibles los muchos tiros que pensaba disparar.
Todo salió según lo planeó. Apenas clareaba cuando entró en los cazaderos. En cuanto se metió entre las atochas empezaron a botar perdices. El ansia y la práctica en los tiros largos casi le impelieron a empezar a disparar sin medir la distancia, pero su razón le contuvo: había que asegurar y hacer el menor ruido posible. Aquel día no había razón para los tiros largos ni le convenía precipitarse porque nadie le daría la hora. Los disparos, desde esa contención, iban siendo certeros por lo general y rara vez tenía que doblar con el segundo, como no fuera para tirar a otro pájaro, una vez caído el primero. El macuto comenzó a pesar a las once de la mañana.
Al borde de un sembrado, donde terminaba la ladera por la parte baja, se paró junto a un majano para acomodarse el macuto y reponer cartuchos en la canana. Al desprenderse del morralón, la liebre, inoportuna como siempre, saltó junto a sus pies. Rápidamente le dio tiempo a armarse y también a pensar lo improcedente que sería ahora cargar con una orejuda, así que, titubeando un par de segundos, la dejó correr pero, antes de que terminara de dejarse guiar por su pensamiento, el dedo le traicionó y ya había disparado. Se conoce que, por las dudas, marró el primer tiro pero, encelado por el fallo, soltó el segundo y el liebrasco quedó pataleando a más de cuarenta metros, casi llegando al camino que subía a la linde y que hubiera utilizado como perdedero.
Fue a por la liebre con paso cansino y, mientras la traía, la sopesó con el brazo y la dejó en el suelo con desgana, junto al morral. No tuvo más remedio que organizar la carga. Para quitarse peso se bebió de un trago el agua que quedaba.  El rellenar de cartuchos la canana le aligeró también un poco la espalda. Eran trece perdices, que contó revolviéndolas sin sacarlas del macuto, y, ahora, había que añadir la hermosa rabona.
Pensando que fue un error el haberla tirado, iba a incorporarse y meter la liebre en el morral cuando vio venir al forestal. ¡Maldita sea!, fue lo primero que se le ocurrió. Era Faustino, lo conocía. Bajaba descarado ladera abajo. Seguramente vendría a ver quién era y a echar un cigarro. Sin embargo, maldita la gracia que le hizo que el de verde apareciera. Lo que menos necesitaba eran testigos de la quita que le estaba haciendo a aquella linde.
-        Creía que se te escapaba, ¿es que no la has visto? –dijo desde lejos por saludo.
-        Pues casi se me va, porque estaba metiendo la zamarra en el macuto y me ha pillado despistado –dijo, muy ocurrente, para justificar el volumen de la mochila.
-        Pues aun se han oído tiros esta mañana.
-        Creo que alguien está cazando en lo de Santa Colomba –mintió- han volado perdices a este lado y ahora iba a ir tras de ellas. He llegado hace un poco –siguió mintiendo-. Por cierto, si quieres, quédate la liebre que prefiero ir ligero a las perdices y, además, no será difícil que me salte otra por estos andurriales.
-        ¡Coño!, gracias, hombre. No viene mal –dijo Faustino, con entusiasmo agradecido, tomando a la rabona del suelo por las patas de atrás.
-        De nada, Faustino.
-        ¿Cómo es que estás solo?
-        Ya sabes que los de La Dádiva lo dejan siempre en Navidades, pero Gaudeano me dijo que me diera una vuelta por la finca si me apetecía –disimuló-. Ya le avisé ayer al encargado.
-        ¿Echamos un cigarro?- dijo Faustino, sacando un paquete de Celtas emboquillados.
-        No, gracias. No me quiero enfriar ahora que voy caliente y me he quitado el chaquetón. Voy a seguir tras de ellas que empiezo a quedarme frío. ¡Hasta otra, Faustino! –y salió ligero, disimulando el peso, como si de veras fuera un chaquetón lo que ocultaba su mochila.
Según se alejaba, pesaba si Faustino se habría tragado lo de la mochila. Pero, como le conocía y le había visto con Gaudeano varias veces, supuso que no se haría muchas preguntas y que el regalo inesperado de la liebre también habría calmado su curiosidad. Sin embargo, sabía que no podía seguir con la ensalada de tiros que llevaba y que lo más prudente era emprender el camino de vuelta. A cada momento le parecía de peor suerte que Faustino hubiera aparecido y, encima, no se había ido de vacío. Pensó también que, dado que el forestal le observaba, hizo bien en tirar a la liebre pues, de no haberlo hecho, eso sí que le hubiera mosqueado.
Hizo el simulacro de cazar la zona que ya había cazado y, lógicamente, no tiró un tiro pues sabía que el forestal le tenía localizado y seguramente le observaba. Tampoco salieron perdices, pues bien sabía él que las había ahuecado de mañana. Pensaba que a Gaudeano no le habría importado que matara un par de ellas y alguna liebre, pero la despedida que habría fraguado no pensó que le hiciera ninguna gracia si llegaba a enterarse. Así que caminó a lo tonto, barzoneando y haciendo tiempo, y diciéndose que, por un motivo o por otro, siempre le tocaba fingir en aquella finca. Ni yendo solo se estaba librando de su sino.
Al cabo de casi una hora, y cansado de vagabundear disimulando por los cerros, tuvo que abandonar la zona. Tenía que elegir entre las terreras del río, los extensos campos de labor del centro de la finca o la linde de olivares con el coto de Terceña. Las tres posibilidades le encaminaban hacia la casa de la finca. Las terreras eran demasiado descaradas y la caza tendía a cruzar el río; por los campos de labor toparía con el encargado o con los tractoristas. Así que decidió regresar por entre los olivares de la linde. Ahora sus tiros serían cada vez más perceptibles para cualquiera que estuviera en la finca. Así que, desanimado, decidió cortar por allí para salir cuanto antes de La Dádiva y dar el día por concluido. No perseguiría a los bandos finca adentro pues no deseaba toparse con nadie y tener que dar explicaciones de la carga que llevaba. Ya había tenido bastante con Faustino.
Ciertamente vio apeonar varios bandos de perdices de los olivares a los campos de cereal y más de una vez se sintió tentado de seguir a alguno de ellos que voló a campo abierto. Sin embargo, pudo más su prudencia y se dijo: “Cuidado, que la avaricia rompe el saco”, y, por otro lado, se contentaba diciéndose:”Gaudeano dijo un par de días”. Y con esta idea caminó linde adelante, con la voluntad de resarcirse el último día que le quedaba y que, por supuesto, no pensaba desaprovechar.
Con el desánimo y la falta de aliciente que él mismo se impuso, comenzó a notar el cansancio, el peso del macuto, el sudor que se le había enfriado bajo la ropa y la desgana del que camina ya sin aliciente.
El resto de la mañana anduvo relajado, sin la tensión permanente que conviene al cazador. Para sus adentros, le pareció una ironía no conformarse con la caza que llevaba. Él, un cazador de terreno libre, qué más quería, ¿cuándo se vería en otra? Pero nada calmaba sus ansias. Se dio cuenta de que la caza, cuando es una pasión, es insaciable. Y pensó que, si todas las pasiones eran así, era difícil que el mundo tuviera arreglo. Pero, pese a sus pensamientos, no podía dominarse.
A pesar de la falta de concentración y el desinterés con que caminaba, aún se quedó con una perdiz rezagada de uno de los bandos que saltó remontando los olivos. Si bien le costó los dos tiros.
El sonido de un tractor cercano le sacó de sus pensamientos y se sobresaltó un poco. Era inevitable. Su condición, pese a estar invitado, siempre le hacía sentirse, de algún modo, furtivo. Pues ser furtivo era ser, en el fondo, engañador y él, como convidado en aquel coto, lo era en sus propósitos.
Fue entonces, casi en la linde de salida de la finca, a punto de llegar al camino que le llevaría a la ciudad, cuando saltó la liebre de entre los últimos olivos. Tardó en armarse más de lo habitual y entre el tupido olivar intentó tomarle los puntos, pero tiró mal. Se dijo que con el segundo no la marraría pero el polvo que el tiro levantó en los terrones le dejó ver como la liebre le enseñaba la cola. Incrédulo corrió tras ella mientras cargaba la escopeta con la esperanza de que la hubiera tocado con algún plomo. Al asomar al pedazo, oyó vocearle al Tinín, un tractorista de la finca:
-        ¡No corras, no!, que se ha perdido la terronera abajo con más salud que Dios talento.


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