martes, 6 de marzo de 2012

VII- La Dádiva. El adiós definitivo


No cesó de recordar, a lo largo de la semana, la mala suerte que tuvo con la aparición de Faustino y con que Tinín, el tractorista, hubiera visto como se le escapaba la última liebre. Sin embargo, decidió que podría aprovechar aquellas circunstancias adversas en su favor.
Así que, poniendo la mejor cara de inocencia que pudo, se presentó en la finca a pie, fingiendo dar un paseo que casualmente terminó allí. En realidad, su objetivo era hacerse el encontradizo con Luis, el encargado, que habitualmente andaba por las naves, bien revisando tractores y maquinaria o bien disponiendo lo que los tractoristas debían hacer. Pensó que hablar con él daría más credibilidad a sus pretensiones y, por otro lado, sabía que a aquel hombre le caía bien.
-        Hombre, ¿cómo por aquí? –le dijo Luis a modo de saludo.
-        Ya sabes que me doy buenos paseos y hoy he aprovechado para venir a decirte que me pasaré, mañana o pasado si no hay problema, a tirar cuatro tiros y a ver si tengo más suerte que el otro día –y añadió-. Como Gaudeano me dijo que viniera un par de días, y el otro día casi lo eché a perros…
-        ¿Tan mal se te dio?
-        Bueno, maté una liebre y una perdiz –dijo poniendo cara de víctima del fatalismo-. Pero fallé otra liebre casi en la misma linde, ahí abajo. Así que me marché con el rabo entre las piernas.
-        Ya me dijo Tinín –sonrió el encargado- que la querías coger a la carrera.
-        Sí, no me hacía a la idea de que se me hubiera ido y corrí por si la veía hacer algún extraño. Por si la hubiera tocado con algún perdigón. Pero quia.
-        Y, qué tal por la linde de Santa Colomba.
-        Pues mal. Porque para mí que el día ese alguno se metió y removió las perdices.
-        Y, encima, la liebre que mataste se la diste al forestal, ¿no?
-        Sí, es verdad, pensé que no sería más que un estorbo para ir tras los pájaros, pero me equivoqué en mis previsiones y, al final, apenas vi volar alguna por allí.
-        Sí, ya me dijo Faustino que no tiraste un tiro. Bueno, hombre, pues date una vuelta mañana. A ver si tienes más suerte. Si oigo tiros ya sé que serás tú.
-        De acuerdo, Luis. Mañana me daré una vuelta, a ver si tiro, por lo menos, a un par de perdices –y así se despidió, cariacontecido y con un desánimo fingido.
Según se alejaba de la finca, pensaba lo bien informado que estaba el encargado y, a la vez, cómo sus fingimientos habían dado el resultado apetecido. Sin duda el forestal, en un día que no era domingo, había acudido a los disparos a falta de mejor cosa que hacer. Menos mal que cuando llegó sólo pudo ver el episodio de la liebre y su paseo por lo  ya cazado, y así se convirtió en un involuntario fedatario de su falta de fortuna. El otro testimonio, el de Tinín, también contó también a su favor. Y así comprendió, una vez más, como son más engañosas las medias verdades que las mentiras. Dentro de todo, había tenido suerte.

Lo había consultado largamente con la almohada. Era, sin duda, su último día de caza en La Dádiva. Estaba decidido a terminar sus días en la finca con un golpe de audacia.
Antes de amanecer atravesó con su pequeño coche, y por los caminos que tan bien conocía, el término de Terceña y se dirigió al punto donde confluían los tres cotos: La Dádiva, Terceña y Santa Colomba.
La linde de Santa Colomba era una llanada de cereal que limitaba con La Dádiva en el comienzo superior de la ladera que cazó el día anterior. Entre dos luces recorrió aquel llano sin tirar un tiro, pero metido unos quinientos metros en él, de modo que los bandos de perdices siguieran su querencia natural: tirarse a la ladera de La Dádiva. En su rápida internada contó tres bandos que volaron a la querenciosa ladera. Culminada con éxito su misión, sin un ruido por su parte y sin haber oído, a su vez, otros que delataran por allí presencia alguna, volvió a las tablillas de la ladera de la finca de sus sueños.
Ahora ya no importarían los disparos. Volvía a ser legal, si no por sus propósitos, sí por el espacio autorizado que pisaba. Se serenó y volvió a recorrer la parte superior de la ladera siguiendo la linde, pero ahora legalmente desde las tablillas de La Dádiva. Luego recorrió la ladera en un sentido inverso y así fue bajando en zig-zag. Las perdices no se hicieron esperar. Prestas al vuelo saltaban en casi todas las asomadas.
A las diez y media de la mañana había cobrado once. Temiendo que alguien apareciera, tuvo voluntad para no tentar más a la suerte. Regresó al coche. Escondió las perdices en un saco de plástico de los de la basura y lo escondió tras el asiento de atrás. Recargó de cartuchos la canana. Desarmó y enfundó la escopeta y se marchó de allí enseguida con su pequeño utilitario recorriendo rápidamente los caminos del término de Terceña.
Cualquiera en su caso se hubiera marchado a casa. Sin embargo, su intención era darse a ver en la nave y hacer que venía a cazar a esas horas. Y darse el gusto de, con la caza ya hecha, pasear apaciblemente por la parte más suave de la finca. Iría sin prisa, disfrutando de su último día. Sin duda redondearía la faena con alguna perdiz más y, tal vez, alguna liebre que ahora, ya sin prisa, buscaría.
Al llegar a la casa, junto a las naves, le sorprendió ver el coche de Gaudeano junto a otro, aún más lujoso. Apenas aparcó, vio salir presuroso al encargado de la nave y dentro sintió unas voces imperiosas a las que nadie contestaba.
El encargado, al verle de pasada, se dirigió inmediatamente a él.
-        ¿Has estado cazando en la ladera de Santa Colomba? –le dijo apresurado por todo saludo.
-        Sí –no se atrevió a mentir ante la excitación del otro-. He estado por allí un par de horas.
-        Pues lárgate pitando porque ha venido don Manuel, ha recorrido la finca con su todo terreno y te ha visto. Te ha estado observando con los prismáticos. Pensando que eras un furtivo ha llamado a Gaudeano y le está montando un cirio de cuidado. Quiere llamar a la Guardia Civil. Dice que has hecho una sarracina de perdices.
-        Pero si me invitó Gaudeano.
-        Para el viejo no valen más invitaciones que las suyas. Y sus tierras son sagradas. Anda márchate pitando. Más vale que no te vea. Está empeñado en denunciarte. A Gaudeano le está llamando de todo, desde blando hasta gilipollas. ¡Vete zumbando, que ya estás tardando! ¿Quién esperaba que este hombre se presentara por aquí? A ver si entre su hijo y yo le calmamos.
El invitado no esperaba tal despedida de la finca. Y, aunque no había visto nunca a don Manuel, se dijo que no era el momento para presentaciones. Por las voces que le daba a su hijo parecía capaz de cualquier cosa.
Y así salió de la finca como no pensaba. Estaba visto que, en la caza, cualquier plan bien hilvanado se trastoca.



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