martes, 6 de marzo de 2012

I- La Dádiva, 12 de octubre de 1979


Cuando aquella mañana llegó a la finca La Dádiva, la alambrada que rodea el caserío estaba abierta y, dentro, la camioneta, una moderna pick-up del encargado, estaba aparcada frente a una de las dos naves, junto a un Land Rover en buen uso.
Había tractores, piezas, maquinaria agrícola vieja y aperos esparcidos tras las naves. La casa antigua estaba ya en ruinas con el tejado parcialmente caído y con una de las paredes laterales derrumbada. De modo que parecía una casa de muñecas infantil, pero a escala natural, porque dentro se veían los muebles y los viejos enseres, en los distintos pisos, aún milagrosamente suspendidos, en equilibrio, entre los armazones y las vigas.
Junto a la alambrada que rodea el caserío hay un teso pequeño y picudo. A él se subió para tener una visión mejor de la finca. Las grandes explanadas de labor se extendían onduladas hacia el norte. A lo lejos la tierra se elevaba de nuevo e impedía ver los confines de la finca, más allá de lo de Valdelhombre. A la izquierda estaban las terreras que la hacían limitar, brusca y abruptamente por el desnivel, con el río. Había también olivares a la derecha. Un barranco pequeño con un arroyo era sobrevolado, casi literalmente, por una autopista de peaje. Pensó, al ver esto último, que don Manuel, el notario, jamás habría consentido que aquella autopista hubiera cruzado su finca, si hubiera vivido para verlo. Pero quizás ni el mismo don Manuel hubiera podido impedir aquella obra, pues los tiempos habían cambiado el reparto de poderes y, algunos, habían ido a parar a quienes jamás los detentaron por aquello de la democracia.
En cualquier caso, el que observaba la finca desde aquel oterillo no estaba muy seguro. A don Manuel, sus propios hijos le llamaban don Manuel. Y, cuando don Manuel les llamaba, más les valía acudir en el acto y dejar familia y trabajo, por muy ingenieros que fueran y por estado de casados que tuvieran y por padres y señores que se sintieran y por muchos años que tuvieran cumplidos y por más canas que peinaran. Aquellos hombres respetados y reverenciados en sus empresas y agasajados en los bancos en cuanto se detectaban su presencia temblaban ante el viejo. Don Manuel no admitía dilaciones y sus hijos habían sido educados en una obediencia militar a su persona.

Inmóvil en el pequeño otero, se fue treinta años atrás. Recordó la primera vez que fue a la finca. Fue con Gaudeano, un hijo de don Manuel. Casualmente un amigo común se lo había presentado unos meses antes de aquel doce de octubre.
Gaudeano estaba pescando y los otros dos le observaban.
-        ¿Te gusta la pesca? –dijo Gaudeano.
-        No, me aburre. En cambio la caza me encanta.
-        ¿Conoces la finca La Dádiva?
-        Pues no.
-        Entonces te invito al desvede –dijo Gaudeano de sopetón.
El que acababa de ser invitado ni conocía la finca ni había oído hablar de ella. Por otro lado esas invitaciones de caza no las tenía por fiables, pues la experiencia le decía que las más de ellas solían olvidarse tras el generoso arranque inicial. Sin embargo, antes de separarse y después de tomar unas cañas al caer de la tarde, Gaudeano le dio una tarjeta y le ratificó amablemente que un par de días antes del desvede le llamase por teléfono para concretar.
Por la tarjeta supo que Gaudeano era ingeniero y que su empresa era muy conocida en la zona. Así quedaron las cosas.
Llegadas las fechas titubeó pero, al final, llamó a Gaudeano. Y, como si se hubieran tratado toda la vida, éste le dijo que el día doce a las ocho de la mañana le esperara junto a la iglesia de San Gregorio, donde oirían misa antes de salir hacia la finca.
La hora, el lugar y el propósito le dejaron desconcertado. La cita a las ocho no le pareció oportuna pues a esa hora ya solía estar él en el campo todos los días de caza, cuánto más tratándose del día del desvede; pero ya, quedar en una iglesia, para oír misa, él que ni siquiera era practicante, le terminó de fastidiar del todo. Y pensó que sitios tenía donde ir de caza sin necesidad de tanto misterio, tanto retraso y tanta misa. Así que malhumorado, pero con toda la educación y prudencia que pudo reunir, no le puso pegas a Gaudeano y se dijo que, a una mala, con no volver a quedar valía. Pero, sin embargo, era un día de desvede y no se las prometía nada felices con aquellos preámbulos.
Iba a entrar a San Gregorio, cuando Gaudeano, que bajó de un elegante coche, le llamó la atención. Se saludaron y, mientras lo hacían, otro suntuoso Mercedes paró al lado.
-        Mira, éstos son: mi hermano Laureano, su amigo Julián Bracamonte y su socio Licinio Gándara.
Tras los saludos de cortesía entraron en la iglesia, muy poco concurrida un domingo a aquellas horas, y escucharon misa. Tal vez ellos con verdadera devoción pero, el invitado, con un gran esfuerzo, pues se imaginaba ya por el campo con las perdices delante y quizás alguna ya colgada.
En el transcurso de la ceremonia creyó oír, aunque seguro que eran imaginaciones suyas, tiros desde la misma iglesia. Sabía que era imposible, pues estaba ubicada en el centro de la ciudad, pero eso daba idea de dónde andaba su cabeza. Interiormente le metía prisa al cura pero le parecía que éste, adrede y fastidiado por su premura, dilataba la ceremonia todo lo que podía, enlentecía sus alocuciones a los fieles y, cuanto más deprisa él contestaba a las frases del ritual, más tiempo se daba el campanudo sacerdote en replicar, haciéndosele eterno al invitado ese intercambio de alocuciones que se hace en las misas. Hoy no recuerda si llegó a comerse las uñas total o parcialmente.
Cuando salieron de la iglesia, Gaudeano le pidió que dejara su coche y fuera con él, pues no conocía el camino a la finca.
Tras un trayecto no muy largo en el que el invitado no hacía más que mirar el reloj y calibrar la claridad del día, que se le antojaba ya muy avanzado, y pensar en la cantidad de tiempo que llevaban de atraso o perdido, que para el caso era lo mismo, observó, totalmente consternado, que Gaudeano dejó la carretera y se metió en el aparcamiento de un bar. El coche de su hermano, con sus amigos, estacionó junto al suyo.
-        Bueno, pues ahora vamos a desayunar como está mandado –dijo jovialmente Gaudeano.
-        ¿No se nos va a hacer un poco tarde? –dijo, llevado por los nervios y totalmente desasosegado.
-        Hay mucho día por delante y la finca no se va a mover de su sitio.
-        Hombre lo digo porque son ya casi las nueve y media y…
Pero ninguno de los otros cuatro dio por oído el comentario. Tomaron todos café con leche y bollería o churros pausadamente, charlaron de fincas, de cacerías, de ojeos y contaron unas cuantas anécdotas y se rieron porque el invitado sólo había cazado en lo libre como, ingenuamente, confesó. Pese a su impaciencia, se dio cuenta de que aquella gente carecía de su acuciante ansia por verse en el campo y que, al parecer, habían tenido la caza a su alcance durante toda su vida. Pese a su desasosiego, tuvo que esperar también, con la paciencia carcomida, a que se tomaran tranquilamente una copita, como remate del tanquilo desayuno, a fuerza de chascarrillos y más conversación.
Eran más de las diez cuando salieron definitivamente hacia la finca. Tras un vericueto de caminos, Gaudeano le dijo que la finca empezaba a partir de un olivar cercano, que ya tenían a la vista.
Enmudeció el invitado cuando, apenas iniciado el paso por entre los olivos, comenzó a moverse una marejadilla de perdices, con sus cabecitas altas y su elegante y rápido apeonar. Se le salían los ojos de las órbitas. Gaudeano, que lo noto, dijo:
-        Tranquilo, hombre, que ésta es la linde de la finca.
-        ¿Quieres decir que son más abundantes en el centro?
-        Pues claro, hombre. Este olivar ni lo tocamos. Echaríamos la perdices al coto de al lado.
Al invitado le pareció que tardaron una enormidad en colocarse las cananas, en ponerse los chalecos, en preparar las mochilas, en armar las escopetas, en preparar los cartuchos…
Comprendió que no estaba en su mundo. Se dio cuenta de que eran gente muy sibarita, que llevaban cajas de diez cartuchos de marcas que él desconocía, que usaban escopetas inglesas Purdey, que todos llevaban un par de juegos de cañones y que comentaban los gramajes y el tipo de carga de la munición con palabras de verdaderos expertos… pero él no hacía caso y ya no podía poner atención a nada porque, como un perro, estaba loco, desatalentado por salir.

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