miércoles, 14 de marzo de 2012

Casa Valentín - Bar Jalón


Me senté en un mojón de la vieja Nacional II. Miré la casa durante un buen rato. Nada me distrajo porque ya la carretera nacional, hecha autovía, no pasaba por allí, sino más arriba. Ahora pasaba por encima del nacimiento del Jalón, destrozando con una ancha y gruesa cicatriz aquella hermosa ladera que había conocido.
Me vino bien el silencio del lugar. Enseguida eché de menos los viejos letreros de la casa que decían: Casa Valentín–Bar Jalón. El letrero de la carretera estaba donde siempre, señalando Esteras de Medinaceli y Benamira.
Recordé a María Luisa en la cocina y a Valentín en la barra, ambos atendiendo solícitos a los clientes; aún quise sentir el olor de las chuletas que asaban en el porche; el bullicio de los clientes en el pequeño bar, con su barra en forma de ele; el comedorcito con media docena de mesas que solían ocuparse a sus horas; las seis habitaciones de la primera planta, con lavabo en todas pero con un servicio común; el doblado con el depósito del agua en el último piso; y, debajo de todo el edificio, la bodega con las conservas, los jamones, la matanza y las dos pipas de vino de Aragón, la del denso vino tinto, seco y casi negro, y la del fresco clarete, más afrutado. Me pareció escuchar en la vieja cuadra aneja los ladridos de la Olga, la perra canela, que me barruntaba y los pasos ágiles y ansiosos de la Culebra, la galga, como si se dispusiera a saludarme con la portentosa elasticidad de su cuerpo. De cuando en cuando cantaban los machos de perdiz de Valentín, colocados en los alféizares de las ventanas, escuchando tal vez el reto de alguno de sus congéneres desde lo alto de las laderas que subían a  la sierra Ministra o a los llanos de Villasayas.
-        Chico, bájate a la bodega a por vino –solía decirme Valentín.
Y yo bajaba y aspiraba con fuerza la goma que entraba en la pipa y, aunque algunas veces me ainaba con la brusca irrupción de un trago inesperado, se derramaba manso el vino en una garrafa de media arroba que, luego de llena, me subía al bar.
Por la noche el bar era el centro social de los pocos vecinos que en Esteras quedaban y también de alguno de Benamira que se bajaba a pasar el rato. Por allí desfilaban el tío Manzanero, y el Cucho, el Anchetas, el Josetas… y nunca faltaban los dos pastores de Esteras: el Goyo, alias Tomatoma, que llevaba sus propias ovejas y el Mariano, el Colorao, que llevaba las del amo.
-        Goyo, ayer subí donde me dijiste que viste la liebre y lo que me topé fue con una víbora de dos palmos que a poco me jode la perra.
-        Toma, toma… como no se ha echao aún el frío en condiciones.
El Colorao era ya viejo, no le faltaba mucho para jubilarse y tenía la piel permanentemente roja, casi escamosa, por el sol. Tenía pocas ganas de bromas y el cuerpo aterecido por los muchos fríos pasados y cansado por tanto andar y desandar laderas. Había veces que Valentín, a una señal, le preparaba un bocadillo porque el amo, aquella noche, se había quedado algo corto con la cena. A veces, el Valentín le sacaba historias de antes y, sólo entonces, el Colorao se animaba y hablaba un poco, con dos tenues chispillas en los ojos…

Un coche del servicio de mantenimiento de la línea del AVE me sacó de mi distraída concentración. Me levanté del mojón y girándome le seguí con la vista. Tiró en dirección a Benamira pero, a media vega, se metió a la izquierda por una pista nueva de tierra que debía subir adonde las vías del AVE.
Decidí pasear un poco y, yo también, seguí la carretera a Benamira.
Todavía estaba en pie el colmenar del tío Cabra. Sí, allí a la izquierda de la vega, en mitad de la ladera. ¡Cómo le gustó aquella ladera al Colás la primera vez que le traje!
Me acuerdo que dijo:
-        ¡Sarvi, déjame que te desvirgue la escopeta, que esto esta lleno de muestra de conejo! ¡A ver qué coño te has comprao!
Iba yo tan contento con mi escopeta nueva, recién adquirida, aunque para pagar en plazos, y dispuesto a estrenarla ese día con mucha más voluntad de disparar que maestría en ello. Y, el Colás, como siempre, me convenció de que esa era la costumbre, que la escopeta te la tenía que estrenar un compañero veterano, o sea, él. Claro, como yo iba con mi escopeta nueva, una LIG expulsora, una paralela clásica, pues había comprado cartuchos Legia de 36 gramos… qué menos, oye, en fin, un lujo para la época. El Colás me pasó su vieja escopeta y me dijo que ésa se lo cargaba todo por costumbre. Pero, para mi desgracia, no cambiamos también de cartuchos y el Colás, con sus cartuchos del Galgo Verde, llevaba a medio día cinco conejos, dos liebres y dos perdices y yo, por mi parte, llevaba un buen cabreo, pues los Legia, una vez disparados por el trabuco del Colás, no me permitían abrir la escopeta o, cuando después de mucho esfuerzo conseguía abrirla, no salían nada fácilmente las vainas de los cañones. Al llegar al coche al fin de la jornada, aparte del cabreo, yo no llevaba nada. En ese momento acerté a una paloma de casualidad y el Colás con mucho cachondeo dijo:
-        ¡Mu güeno, Genri! ¡No tienes tú que sembrar todavía los restrojos de perdigones, galán!

Miré al otro lado, a la ladera grande que estaba por encima de la general, puerto de Esteras arriba. Recordé que fue allí donde, un día de desvede, maté mi primer par de perdices. Y eso que la primera se me fue por llevar el seguro, que hay que joderse hasta que espabilé.

No estaba muy lejos de Benamira, así que ya subí hasta el pueblo. Busqué el callejón donde vivía el tío Cabra y claro que lo encontré, pero la casa estaba hundida y los cardos en la entrada me llegaban al pecho. Recordé el día que me perdí por la nevada en lo de Sayona y Villaseca y cómo, siguiendo desde muy lejos el débil rumor de la carretera, anochecido ya y casi extenuado, llegué a ver unas luces que, totalmente despistado por el temporal de blancura, no sabía de qué pueblo eran. Era Benamira, el tío Cabra me metió en su casa y me templó el cuerpo con unos chorizos y unos vinos junto a la chasca que en el hogar de su cocina ardía…

Dejé la caza hace muchos años. Ya lo dijo el Colás:
-        Tan así como siempre. Ahora que ya les cascas de cojones vas y lo dejas. ¡Papo, Sarvi, con lo que te ha costao y lo bien que ya te las trompicas!
Le agradecí aquella vez que, en lugar de decir tan gilipollas como siempre, dijera tan así, pero le entendí igual. Sin embargo, para entonces, el Colás ya era viejo y lo que más le gustaba era buscar la liebre y yo, que no era viejo, me desengañé y comprendí que la caza menor camino llevaba de desaparecer, si no ha desaparecido ya en muchos lugares. Creo que hice bien dejándolo, ni me ha pesado, ni he querido volver. Llegó un momento que tan poca había que más que cazar me parecía estar acabando con los últimos preciados ejemplares de fauna salvaje. Eso no me parecía ya cazar y, de lo de la caza puesta, ya no hablemos, mejor dejarlo ahí…

Pero no era eso lo que me ocupaba ahora, sino los recuerdos de aquellos parajes en que me encontraba.
Pocos años después me encontré al Goyo, el Tomatoma, casualmente en Sigüenza. Acababa de vender, ese mismo día, su rebaño de ovejas y se iba a Barcelona. Nos dimos la mano, ambos con tristeza, y nos despedimos sin entretener mucho los adioses porque los dos sabíamos que no volveríamos a juntarnos nunca.
Al Mariano, el Colorao, llegué a verle, jubilado ya, con una hermana que tenía en Guadalajara pero, el hombre, muy cascado ya, murió pronto.
María Luisa falleció, de repente, para los carnavales de 1993 en su pueblo natal, Yunquera de Henares. Claro que ya pasaba de los setenta y pocos.
A Valentín le invité a comer en Almazán en el 2000, luego fui a verle a Saelices de la Sal, su pueblo, en otra ocasión. Durante estos últimos años le llamé por teléfono algún día pero, en estas pasadas navidades, todos los teléfonos que de él tenía habían sido anulados. Y un día, en Internet, me encontré con que había muerto en Madrid en marzo del 2008.

Regresé despacio hacia el cruce, hacia la vieja Casa Valentín-Bar Jalón, ya sin nombre. Con la fachada blanqueada, privada de sus rasgos, como si hasta la misma casa hubiera quedado amnésica y anónima. Experimentaba, según me iba acercando, una sensación muy diferente de las que otras veces había sentido desandando aquel mismo terreno. Cuando, por ejemplo, por los tupidos rastrojos bajaba con la Olga cazando codornices; o cuando oía al tuno del Colás chillándome: “¡Sarvi, qué la veo, qué la veo!”, por la ladera o en algún ribazo; o cuando veía venir como una exhalación a la Culebra, la galga, que parecía que me iba a llevar por delante y sólo en el último segundo no me atropellaba. Juraría que la Culebra se reía de los sustos que me daba.
Me paré otra vez a mirar la casa cerrada.
Y me dije cómo, con el paso del tiempo, se me iba haciendo cada vez más fácil encontrar tantísima tristeza en los mismos lugares donde encontraba antaño tanta felicidad.

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