De vez en cuando siento nostalgia de cuando era
cazador. Entonces, además de salir al campo sin la pasión de entonces, me paseo
por los relatos de Delibes, que es como deambular por un espacio anónimo donde
todavía a cada cosa se le llamaba por su nombre.
Pero mi nostalgia no es por la caza, es, como siempre
suele serlo la nostalgia, por otros tiempos, otro tipo de vida, otra relación
entre animales y hombres y de éstos entre sí. Supone, esa añoranza, una
constatación de lo que en unas décadas ha cambiado lo que viví y sentí.
Leo encantado esas palabras que ya nadie usa. E, igual
que en el campo salta la rabona por sorpresa, también éstas aparecen dando
precisión a los lugares, haciendo que el que lee se ubique y hasta vea
nítidamente el sitio de cada episodio. Episodios que, los románticos, los
apasionados y algunos cursis, gustan de llamar lances, como si fueran cosas de
epopeya, siendo que fueron solamente hechos particulares, casi íntimos.
Los abrigaños, los aguazares, los alcores y los tesos,
las vaguadas, los caballones, las escorrentías, las espuendas, las hazas, los
lavajos, los lucios, los marjales, las mohedas, los navazos, los pegujales, las
pobedas, los rispiones, el sardón, el arcabuco y las laderas y cotarros me
dejan en el sitio justo donde el escritor quiso llevarme. La precisión de ese
lenguaje me traslada, en un sueño, a lugares que sólo existen ya, tal como
fueron, en la memoria y en la escritura, que es una variante más de la memoria.
Las atochas, las aulagas, los bacillares, las fustas,
los majuelos, las estepas, los carrizales, las junqueras, las choperas, las
pinedas, los marojales y las cambroneras me dicen de la flora, llevándome un
paso más allá de las zarzas que todos conocemos por eso, por la ampulosa
denominación del nombre.
Las becadas, las gangas, las picazas, la ortega, la
quincineta, el sirgo, el sisón, la torcaz, la zurita, el azulón, me sacan de
las aves de siempre, renombradas para llenar de precisión a la palabra pájaro.
Y, junto con Delibes, a quien nunca conocí, vienen a mi
memoria los episodios vividos con aquellos amigos de cuando entonces, aquéllos
cuyo recuerdo, como la literatura, me traslada, en un bonito sueño, a otra idea
de la caza, de la amistad y de la vida. Y así, escribiendo sobre aquellas
cosas, vuelvo a vivir, con ilusiones viejas, aquellos tiempos de lo libre y lo
acotado, de lo común y de la propiedad privada, de cuando, en nuestra
ignorancia, pensábamos que la caza era libre en campo libre y que nadie podía
arrogarse propiedad sobre ella. Y creíamos, con la pureza del que no conoce
nada de la historia y de todos los derechos que ésta trae consigo, que la caza
no podía ser llamada caza si se concebía de otro modo. Pero, como leyes van do
quieren reyes, la realidad nos fue desengañando. Y aprendimos que la libertad
sólo es un sueño por más que se predique.
Así que en mis relatos disfruto, porque voy saludando
a vivos y difuntos, como si pudiera celebrar, cuando escribo, mi día particular
de Todos los Santos. Y me cruzo, a veces, por el cerro La Pajera con Lorenzo El
Tajadilla, o por La Torre del Burgo con Moisés y Anselmo, o con el Colás por un
ciento de sitios, o con el inefable Rafa por parajes tan variados como a horas
tan distintas y, muchas veces, tan inapropiadas, con José Luis, el que volvió a
nacer un día de desvede en Jodra, con Vicente Pastor que, siendo un hombre
íntegro y un cazador serio, supo regalarme tanta paciencia, con Dionisio El
Confitero, cazador viejo, que me legó su experiencia, con Gonzalo que me llevó
a sus cotos a cambio de nada y con otros cuyos nombres nunca llegué a saber
pero cuyas facciones me acompañan… y, cansado de patear el campo desvaído del
recuerdo, a todos ellos les regalo el tributo de mi memoria, mi admiración y mi
cariño, y tengo que dar las gracias a cada uno en particular por cosas muy
distintas, pero todas buenas.
Me encanta el campo y Delibes , así que poco más puedo añadir.
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