miércoles, 14 de marzo de 2012

Campo castellano


De vez en cuando siento nostalgia de cuando era cazador. Entonces, además de salir al campo sin la pasión de entonces, me paseo por los relatos de Delibes, que es como deambular por un espacio anónimo donde todavía a cada cosa se le llamaba por su nombre.
Pero mi nostalgia no es por la caza, es, como siempre suele serlo la nostalgia, por otros tiempos, otro tipo de vida, otra relación entre animales y hombres y de éstos entre sí. Supone, esa añoranza, una constatación de lo que en unas décadas ha cambiado lo que viví y sentí.
Leo encantado esas palabras que ya nadie usa. E, igual que en el campo salta la rabona por sorpresa, también éstas aparecen dando precisión a los lugares, haciendo que el que lee se ubique y hasta vea nítidamente el sitio de cada episodio. Episodios que, los románticos, los apasionados y algunos cursis, gustan de llamar lances, como si fueran cosas de epopeya, siendo que fueron solamente hechos particulares, casi íntimos.
Los abrigaños, los aguazares, los alcores y los tesos, las vaguadas, los caballones, las escorrentías, las espuendas, las hazas, los lavajos, los lucios, los marjales, las mohedas, los navazos, los pegujales, las pobedas, los rispiones, el sardón, el arcabuco y las laderas y cotarros me dejan en el sitio justo donde el escritor quiso llevarme. La precisión de ese lenguaje me traslada, en un sueño, a lugares que sólo existen ya, tal como fueron, en la memoria y en la escritura, que es una variante más de la memoria.
Las atochas, las aulagas, los bacillares, las fustas, los majuelos, las estepas, los carrizales, las junqueras, las choperas, las pinedas, los marojales y las cambroneras me dicen de la flora, llevándome un paso más allá de las zarzas que todos conocemos por eso, por la ampulosa denominación del nombre.
Las becadas, las gangas, las picazas, la ortega, la quincineta, el sirgo, el sisón, la torcaz, la zurita, el azulón, me sacan de las aves de siempre, renombradas para llenar de precisión a la palabra pájaro.
Y, junto con Delibes, a quien nunca conocí, vienen a mi memoria los episodios vividos con aquellos amigos de cuando entonces, aquéllos cuyo recuerdo, como la literatura, me traslada, en un bonito sueño, a otra idea de la caza, de la amistad y de la vida. Y así, escribiendo sobre aquellas cosas, vuelvo a vivir, con ilusiones viejas, aquellos tiempos de lo libre y lo acotado, de lo común y de la propiedad privada, de cuando, en nuestra ignorancia, pensábamos que la caza era libre en campo libre y que nadie podía arrogarse propiedad sobre ella. Y creíamos, con la pureza del que no conoce nada de la historia y de todos los derechos que ésta trae consigo, que la caza no podía ser llamada caza si se concebía de otro modo. Pero, como leyes van do quieren reyes, la realidad nos fue desengañando. Y aprendimos que la libertad sólo es un sueño por más que se predique.
Así que en mis relatos disfruto, porque voy saludando a vivos y difuntos, como si pudiera celebrar, cuando escribo, mi día particular de Todos los Santos. Y me cruzo, a veces, por el cerro La Pajera con Lorenzo El Tajadilla, o por La Torre del Burgo con Moisés y Anselmo, o con el Colás por un ciento de sitios, o con el inefable Rafa por parajes tan variados como a horas tan distintas y, muchas veces, tan inapropiadas, con José Luis, el que volvió a nacer un día de desvede en Jodra, con Vicente Pastor que, siendo un hombre íntegro y un cazador serio, supo regalarme tanta paciencia, con Dionisio El Confitero, cazador viejo, que me legó su experiencia, con Gonzalo que me llevó a sus cotos a cambio de nada y con otros cuyos nombres nunca llegué a saber pero cuyas facciones me acompañan… y, cansado de patear el campo desvaído del recuerdo, a todos ellos les regalo el tributo de mi memoria, mi admiración y mi cariño, y tengo que dar las gracias a cada uno en particular por cosas muy distintas, pero todas buenas.

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