martes, 13 de marzo de 2012

Alcarrias


               -    ¿Cuántas veces has visto amanecer?
          -    Muchas.
          -    Yo creo que nunca se termina de ver amanecer.
          -    ¿Por muchas veces que lo veas?
          -    Nadie ha visto amanecer, por muchas veces que lo vea.
          -    ¿No te parece que exageras?
          -    No. Creo que digo la verdad. Estoy convencido.
Amanecía. Hacía cinco grados bajo cero, si hay que hacer caso a ese instrumental con el que nos empeñamos en medirlo todo. La luna llena estaba anaranjada y exultante y, en la llanura de pedazos labrados y rastrojos viejos salpicados de encinas entre arcabucales, parecía más grande que de costumbre. Estaba al Oeste y el sol, que llevaba minutos atarantado anunciando su salida, le daba un color inusitado. El resplandor del Este iba creciendo pero, todavía, no proyectaba sombras.
          -    ¿Te das cuenta de que nadie ha visto jamás amanecer?
          -    Empiezo a entenderte. Le pones tanto empeño a lo que dices.
          -    Lo dudo.
       -    Procuro entenderte. Eres un cabezón cuando te empeñas.
          -    Eso sí lo creo.
Caminaron, junto a los rispiones, por el borde de una hilera de chaparros tan juntos y rellenos de matas y maleza, que parecían cultivados. Terrones a un lado, rastrojo a otro, mohedales por doquier. A la derecha un paraje similar, a la izquierda otro, atrás el mismo, delante igual.
          -    ¿Quién no se perdería en estos llanos?
          -    Todo aquel a quien no le interesen.
          -    Pero a mí me interesan, y me he perdido varias veces.
          -    Yo también pero, con el tiempo, creo que he aprendido a conocerlos.
          -    Eso creo yo de las personas pero, como con estos llanos, me engaño de continuo.
          -    Llevas razón, nos pasa a todos.
El sol salió pegado al horizonte como una linterna roja con las pilas casi gastadas. Los dos se giraron a buscar la luna, pero ya no estaba. Había amanecido. Agradecieron el calor que, más que notar, imaginaban y ansiaban y por eso, tal vez, se empeñaban en sentirlo. Como el filamento incandescente, de una antigua estufa eléctrica, se suponía que el sol empezaba a caldear toda la llanada. Sin embargo, era más una impresión que una realidad. Las manos, aterecidas, les dolían del frío. Las palomas montesinas saltaban allá lejos, de las copas, y se unían a otras y zurcían el cielo del día nuevo como si gozaran de su vuelo atlético, anárquico y veloz. Las urracas y los rendrajos comenzaban sus salmodias agudas saltando de encina a encina, los mirlos jugaban al escondite en los espinos, algún mochuelo saltó de un majano y los petirrojos, por aquí y por allá, asomaban curiosos a su paso. La escarcha brillaba sobre las matas, hojas, fusca y rastrojos, y el suelo helado empezaba a respirar, por algunos sitios, soltando un vaho ligero al ser acariciado por las primeras luces.
Mirado desde allí el llano parecía infinito y daba la impresión de que igual daba caminar en una dirección u otra. Pese a las ligeras ondulaciones, el terreno parecía siempre el mismo, con muy poco desnivel entre los planos que se sucedían. Pese a la apariencia, ambos sabían que lo quebraban barrancos inesperados y que ese día, a la derecha, tenían la cuenca profunda del Tajuña.
Una bandada de quincinetas les sobrevoló. 
          - Parece que el frío viene ya en serio.
Caminaban reconfortados por el sol que llevaba una hora ascendiendo y ambos pensaron que pronto la ropa comenzaría a sobrarles. Pero, en unos minutos, el sol, sin nubes aparentes, se hizo translúcido primero y, luego, casi opaco. Las nieblas ascendían del Tajuña a los llanos y las alcarrias, paulatinamente, quedaron en penumbra. El horizonte, en unos minutos, se redujo a cien metros.
          -    ¿Es o no fácil perderse?
El mundo está, como el campo, lleno de referencias pero, ¿y cuándo éstas desaparecen?
          -    Pues imagínate de noche.
          -    No me refería sólo a eso.
          -    ¡Joder, eres de ideas fijas!
          -    ¿Qué más da la oscuridad negra o la blanca?
          -    Pues, en ambos casos, tenemos que recurrir a lo que llevamos dentro: al instinto.
          -    Y al conocimiento.
          -    Llámalo como quieras.
          -    A todo esto, ¿qué pintamos aquí?
          -    ¡Coño, somos cazadores!
          -    Y eso, ¿qué significa?
          -    Para algunos que estamos obsesionados con matar.
          -    Pues yo que creo que estamos obsesionados con vivir.
          -    Pues la gente no nos ve de esa manera.
          -    Si la gente supiera cómo les veo a ellos.
          -    A mí no tienes que convencerme.
          -    Ni a ti, ni a nadie.
          -    ¡Joder, qué mañana tienes!

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