-
¿Cuántas veces has visto amanecer?
-
Muchas.
-
Yo creo que nunca se termina de ver amanecer.
-
¿Por muchas veces que lo veas?
-
Nadie ha visto amanecer, por muchas veces que lo vea.
-
¿No te parece que exageras?
-
No. Creo que digo la verdad. Estoy convencido.
Amanecía. Hacía cinco grados bajo cero, si hay que
hacer caso a ese instrumental con el que nos empeñamos en medirlo todo. La luna
llena estaba anaranjada y exultante y, en la llanura de pedazos labrados y
rastrojos viejos salpicados de encinas entre arcabucales, parecía más grande
que de costumbre. Estaba al Oeste y el sol, que llevaba minutos atarantado
anunciando su salida, le daba un color inusitado. El resplandor del Este iba
creciendo pero, todavía, no proyectaba sombras.
-
¿Te das cuenta de que nadie ha visto jamás amanecer?
-
Empiezo a entenderte. Le pones tanto empeño a lo que dices.
-
Lo dudo.
-
Procuro entenderte. Eres un cabezón cuando te empeñas.
-
Eso sí lo creo.
Caminaron, junto a los rispiones, por el borde de una
hilera de chaparros tan juntos y rellenos de matas y maleza, que parecían
cultivados. Terrones a un lado, rastrojo a otro, mohedales por doquier. A la
derecha un paraje similar, a la izquierda otro, atrás el mismo, delante igual.
-
¿Quién no se perdería en estos llanos?
-
Todo aquel a quien no le interesen.
-
Pero a mí me interesan, y me he perdido varias veces.
-
Yo también pero, con el tiempo, creo que he aprendido a conocerlos.
-
Eso creo yo de las personas pero, como con estos llanos, me engaño de continuo.
-
Llevas razón, nos pasa a todos.
El sol salió pegado al horizonte como una linterna
roja con las pilas casi gastadas. Los dos se giraron a buscar la luna, pero ya
no estaba. Había amanecido. Agradecieron el calor que, más que notar,
imaginaban y ansiaban y por eso, tal vez, se empeñaban en sentirlo. Como el
filamento incandescente, de una antigua estufa eléctrica, se suponía que el sol
empezaba a caldear toda la llanada. Sin embargo, era más una impresión que una
realidad. Las manos, aterecidas, les dolían del frío. Las palomas montesinas
saltaban allá lejos, de las copas, y se unían a otras y zurcían el cielo del
día nuevo como si gozaran de su vuelo atlético, anárquico y veloz. Las urracas
y los rendrajos comenzaban sus salmodias agudas saltando de encina a encina,
los mirlos jugaban al escondite en los espinos, algún mochuelo saltó de un
majano y los petirrojos, por aquí y por allá, asomaban curiosos a su paso. La
escarcha brillaba sobre las matas, hojas, fusca y rastrojos, y el suelo helado
empezaba a respirar, por algunos sitios, soltando un vaho ligero al ser
acariciado por las primeras luces.
Mirado desde allí el llano parecía infinito y daba la
impresión de que igual daba caminar en una dirección u otra. Pese a las ligeras
ondulaciones, el terreno parecía siempre el mismo, con muy poco desnivel entre
los planos que se sucedían. Pese a la apariencia, ambos sabían que lo quebraban
barrancos inesperados y que ese día, a la derecha, tenían la cuenca profunda
del Tajuña.
Una bandada de quincinetas les sobrevoló.
- Parece que el
frío viene ya en serio.
Caminaban reconfortados por el sol que llevaba una
hora ascendiendo y ambos pensaron que pronto la ropa comenzaría a sobrarles.
Pero, en unos minutos, el sol, sin nubes aparentes, se hizo translúcido primero
y, luego, casi opaco. Las nieblas ascendían del Tajuña a los llanos y las
alcarrias, paulatinamente, quedaron en penumbra. El horizonte, en unos minutos,
se redujo a cien metros.
-
¿Es o no fácil perderse?
El mundo está, como el campo, lleno de referencias
pero, ¿y cuándo éstas desaparecen?
-
Pues imagínate de noche.
-
No me refería sólo a eso.
-
¡Joder, eres de ideas fijas!
-
¿Qué más da la oscuridad negra o la blanca?
-
Pues, en ambos casos, tenemos que recurrir a lo que llevamos dentro: al
instinto.
-
Y al conocimiento.
-
Llámalo como quieras.
-
A todo esto, ¿qué pintamos aquí?
-
¡Coño, somos cazadores!
-
Y eso, ¿qué significa?
-
Para algunos que estamos obsesionados con matar.
-
Pues yo que creo que estamos obsesionados con vivir.
-
Pues la gente no nos ve de esa manera.
-
Si la gente supiera cómo les veo a ellos.
-
A mí no tienes que convencerme.
-
Ni a ti, ni a nadie.
-
¡Joder, qué mañana tienes!
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