Las
matas y la maleza se comen la tierra en brutal apretura; los zarzales, los
espinos y las aliagas la atrapan con el ansia persistente de los seres con
garras y, en su afán colonizador de cuanto se abandona, disputan las cuestas a
las rocas y trepan insolentes entre las lascas, afiladas y sueltas, de los
canchales empinados.
Al
río sólo lo delata un gluglú profundo, un rumor de amenaza sorda, musitada
entre dientes, bajo lo oscuro de las espadañas y el verde trigueño o el rubio
mate de los cañaverales apretados. Los pies del hombre buscan, con angustia,
tierra limpia donde pisar sin miedo. No la encuentran, y pisan brevemente, con
inseguridad, rápidos y recelosos de una tierra que no enseña la cara.
Una
colonia de pájaros carpinteros urbaniza sin descanso los troncos altos de los
chopos viejos. En el silencio, el martilleo de los picapostes produce la
ilusión desconcertante y deseada de afanes humanos en la lejanía. Pero es sólo
un engaño de la mente, que se obceca en encontrar donde no hay. Arriba, en la
base de los farallones verticales, en excepcionales miradores, blanquea la
tierra seca extraída por los zorros para hacer alguna raposera. En mitad de la
pared más alta, más majestuosa, está el abrigo inaccesible con los restos
podridos del nido del águila real. Hace algunos lustros un ser anónimo pensó
que haría más bonita sobre su chimenea. Desde entonces, la peña aguilera
muestra en su faz un ojo muerto, seco como el de un tuerto.
Aquella
sucesión de la noria de lata, que vertía agua en la acequia, que llenaba la
alberca, que surtía a la casa sin cimientos, asentamiento de la fábrica
clandestina de moneda, se desvaneció para siempre en la desasistida cabeza del
difunto tío Mona. En lo profundo del barranco, noria, acequia, alberca, casa y
ceca, son ya una concatenación tan poco visible como lo fuera, en su día, la
brillante sucesión de ideas en aquella mente enajenada. Hasta en este barranco
se hicieron quijotadas y, bien pensado, qué mejor lugar para hacerlas.
El
molino del Hocino es un cementerio de piedras y palabras, donde crecen los
árboles con fuerza lujuriosa y casi con soberbia. Así yacen allí vocablos que
ya nadie pronuncia: azud, caz, socaz, caceras, solera, volandera, catalina,
linterna, cangilones, rodeznos, álabes… y el río pasa sigiloso y distendido sin
que nadie ni nada retenga su fuerza. Los buitres planean incansables
balanceándose en las térmicas. Algún día volverá el lobo y le dará de nuevo
sentido al nombre del barranco pero, seguramente, faltará gente que lo vea. Todos
tendremos que hacer cosas más importantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario